La mesa está vacía

La mesa está vacía

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Un revelador estudio publicado en estos días muestra que uno de los efectos que están produciendo las redes sociales en los jóvenes en Chile es la creencia de muchos de ellos de que su identidad es la que construyen los otros de manera anónima, irresponsable y a veces muy cruel. Se han convertido en prisioneros de un panóptico virtual que ellos terminan por creer es la única realidad posible. Y después de esos linchamientos públicos tan en boga, muchos se encuentran ahí solos, angustiados, sin salida. En ese espacio virtual no hay abrazos ni miradas contenedoras para acogerlos, porque la superficie plana y fría de la pantalla no tiene calor humano. ¿Cómo llegaron a ese callejón sin salida?

Todo parte cuando los padres (y ahora también el sistema escolar) abandona a los niños, desde edades muy tempranas, a los dispositivos electrónicos, como si las redes sociales pudieran reemplazar los vínculos reales, el cara a cara, la proximidad. El abandono comienza en la misma mesa familiar, al punto que el sentido originario de la palabra «mesa» se ha desvirtuado, porque es absurdo que esta exista como espacio de encuentro si todos los que están sentados a su alrededor no comparten nada, si cada uno habita su propio y privado planeta digital. La mesa fue una creación cultural que supuso un salto en la manera de entender el «estar juntos». La mesa en la que se reparten el pan y las miradas cálidas de afecto y atención entre madre, padre e hijos, y entre hermanos, es hoy un espacio físico y simbólico fragmentado, en peligro. En un tiempo futuro, cuando nuestros nativos digitales miren «La última cena», de Leonardo, se sorprenderán de ver que ninguno de los discípulos esté mirando su celular: todo en esa pintura es vivacidad, intercambio humano, atención al otro.

¿No debiera ser la comida familiar también un rito tan espiritual como el de la última cena, en el que nos alimentamos juntos todos los días, ofreciendo allí nuestro propio cuerpo, nuestra sangre, nuestra mirada? Un poema de un joven poeta chileno, Rafael Rubio, «La mesa», escrito hace varios años, podría ser leído ahora como una profecía de este progresivo abandono de la mesa común. «La mesa está esperando la comida/ no vienen los eternos comensales/ se está quedando sola y aburrida/ mirando los oscuros ventanales…».

Así se están quedando nuestras mesas hoy: estamos en ellas sin estar, que es la peor de las formas de estar ausentes. Nuestras mesas son mesas de comensales fantasmas que van a buscar el alimento a otra parte porque lo que se ofrece ahí ya no interesa a nadie. El poeta continúa describiendo la patética escena antifamiliar: «No hay rastros de la abuela ni señales/ del padre o de la madre o de la tía/ Del hijo no se sabe/ ¡Desleales!/ Se fueron quizás adónde./ Así es la vida/ La mesa mira sillas irreales…»

No solo sillas irreales: ¡seres humanos irreales, padres y madres irreales, hijos irreales! En «La desaparición de una familia», un texto también profético de Juan Luis Martínez, uno a uno comienzan a desaparecer sin explicación los habitantes al interior de su propia casa, devorados por una Nada inquietante. ¿No es lo que está ocurriendo hoy? ¿No corremos el riesgo, al descuidar nuestra realidad más próxima, de olvidar hasta el rostro y el nombre de nuestros propios hijos? «¿Me preguntaste alguna vez qué me pasaba, cómo me sentía, me dijiste quién eras tú?», le cobrará un día un hijo a un padre o madre que se extravió en su dispositivo digital por años y no escuchó el corazón de su propio hijo ni su propio corazón tampoco. Entonces, ese padre invitará al hijo a sentarse a la mesa a conversar y recuperar el tiempo perdido, pero con estupor descubrirá que ya no hay mesa y sentirá a la altura del pecho la misma angustia que siente un astronauta que ha perdido para siempre contacto con la torre de control y sabe que ya nunca más podrá regresar. La pregunta es: ¿cómo haremos para regresar a la mesa familiar cuando esta ya no exista? (El Mercurio)

Cristián Warnken

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