El ejercicio del periodismo y la libertad de expresión

El ejercicio del periodismo y la libertad de expresión

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Las quejas del Colegio Metropolitano de Periodistas por una entrevista realizada por quien carece del título profesional plantean el problema de las relaciones que median entre la profesión de periodista y la libertad de expresión.

Para dilucidar ese problema, puede ser útil revisar el fundamento de esta libertad.

La libertad de expresión tiene la particularidad de que es alérgica, por decirlo así, a cualquier forma de control. No admite la censura previa, pero tampoco que se excluya ex ante a alguien de su ejercicio. Ella protege no solo al discurso, sino a un conjunto de actos expresivos, no necesariamente lingüísticos. En suma, la libertad de expresión es amplia, tanto en lo que atinge a sus titulares, como a los actos que se pueden ejecutar a su amparo. Este rasgo ha sido destacado largamente en la literatura. Kant, que prefería llamarla libertad de pluma, sugiere que ella es manifestación de la igualdad, en la medida que descansa sobre la creencia de que la capacidad discursiva y de discernimiento la poseen todos en la misma medida. Y John Stuart Mill afirma que en la medida que la libertad de expresión permite que la verdad pueda refulgir, restringirla equivale a renunciar a esta última.

Pues bien. A la luz de lo anterior, lo que cabe preguntarse es qué relación media entre la profesión periodística y el ejercicio de esa libertad así entendida.

Es obvio que la profesión periodística no puede ser un título privilegiado para el ejercicio de la libertad de expresión, puesto que ello significaría negar el carácter ciudadano de esta última. Luego, el título de periodista solo podría esgrimirse para reclamar una esfera protegida en el mercado del trabajo o de servicios. Pero para ello la profesión de periodista debiera identificar un área del conocimiento que ella y solo ella maneja (al modo en que el médico, el odontólogo o el arquitecto reclaman el suyo) y que justificaría erigir un coto vedado al resto de las personas. Y aquí está el problema. Porque ocurre que como el oficio periodístico se relaciona con el discurso y con el intercambio simbólico que configura la esfera pública, el periodista no puede reclamar ningún privilegio epistémico o ético que justifique se le reserve un área protegida en el mercado del trabajo. En otras palabras, la libertad con la que se relaciona confiere al periodismo su dignidad, pero al mismo tiempo le impide reclamar esferas de la división social del trabajo solo para sí.

Ese dilema está a la base de la regulación del periodismo en el Derecho comparado.

Desde luego, muchos países no solo no exigen formación profesional específica para ejercerlo, sino que muchos de ellos no exigen formación de ninguna índole, salvo la que provenga de la práctica del oficio, delegando en las asociaciones profesionales la certificación de este última. Pero en consonancia con lo anterior, la regla general es que una cosa es la protección del título frente a quienes fingen poseerlo y otra distinta entregar a quienes lo poseen un coto vedado en el ámbito del mercado del trabajo.

Todo lo anterior es lo que explica que el oficio de periodista experimente, desde sus mismos inicios, una cierta desorientación —que en Chile se vive intensamente hoy día— acerca del lugar que le cabe en la división social del trabajo y en el ámbito del conocimiento.

En la división social del trabajo, el oficio busca insertarse en el manejo de la comunicación en un sentido amplio, que va desde la comunicación corporativa a los medios de información. Pero en ninguno de ellos hay un coto vedado a otras profesiones u oficios, como lo prueba el hecho de que en la primera área debe competir con sociólogos o lingüistas o literatos. Esa es parte de la incomodidad que experimenta.

La otra es su falta de identidad en el área del conocimiento.

Porque mientras la mayor parte de las profesiones reclaman para sí, con relativo éxito, una primacía epistémica en la medida que suponen un objeto de conocimiento y un método específico para abordarlo, ello es muy difícil para el periodismo, establecido que es un oficio más que un área del saber, cuyo origen no está vinculado al conocimiento, sino a la aparición de los medios masivos. Y si bien las asociaciones profesionales, en defecto de lo anterior, suelen esforzarse para elaborar una cierta identidad ética que le sea idiosincrásica y única, ello, según lo muestra la experiencia, suele no tener éxito porque las bases de esa identidad no están culturalmente disponibles en un mundo donde los medios y los puntos de vista proliferan y cuando las propias asociaciones no logran alcanzar prestigio intelectual entre los miembros más exitosos del oficio, especialmente cuando, como suele ocurrir, están capturadas por grupos más o menos ideologizados o por intereses puramente particularistas. (El Mercurio)

Carlos Peña