La bancarrota de Friedman

La bancarrota de Friedman

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Pocas teorías en las ciencias sociales han significado una amenaza mayor a nuestra existencia que la “doctrina Friedman”, escribe en un libro reciente el profesor Colin Mayer, de la Escuela de Negocios de la Universidad de Oxford. Se refiere, por cierto, a la sentencia que pronunciara Milton Friedman en 1970 indicando que la única finalidad de la empresa es aumentar la ganancia de los accionistas, siempre y cuando respete las leyes y no haga trampas ni fraudes. A diferencia de lo que se sostuvo por casi cuarenta años, dice Mayer, esta no es una “ley de la naturaleza”, sino “al contrario, es antinatural; la naturaleza la aborrece, porque ella ha sido la semilla de su destrucción”.

Cabe recordar que la doctrina Friedman cambió radicalmente el concepto de empresa, que tradicionalmente estuvo anclado en un imperativo de justificación ajeno a ella misma, ya fuera el avance de la civilización, la expansión del capitalismo o el efecto demostración frente al comunismo. Cambió por completo, asimismo, la lógica del management: en lugar de orientarse a producir bienestar para los consumidores, los empleados y el entorno, este pasó a enfocarse en maximizar el beneficio de los accionistas, objetivo en función del cual suspendió cualquier reflexión ética sobre las externalidades de la acción empresarial.

La doctrina Friedman se parapetó en la racionalidad provista por la teoría económica, apeló a su aporte al crecimiento económico y a la creación de empleos, invocó la “destrucción creativa” para dotar de sentido a sus impactos sociales y ambientales, y encaró las resistencias (de los trabajadores, consumidores o comunidades) como residuos de una lógica precientífica. Esta visión, que, como decíamos, prevaleció sin contrapesos hasta hace pocos años, consiguió éxitos en eficiencia y acumulación, pero a la vez sirvió de soporte para prácticas que han dañado gravemente, en todo el mundo, la legitimidad social de la empresa.

Hoy por hoy la doctrina Friedman está en bancarrota. La teoría económica dejó de estar por encima de toda sospecha, y a diferencia de antaño, no suscita temor ni reverencia. El crecimiento y el empleo no bastan para fundar autoridad y acallar las dudas: ¿qué crecimiento, con qué costos medioambientales?; ¿qué empleos, con qué impacto en las formas de vida? Después de tantas decepciones, ya no es viable hacer planes cuyos costos los pagan otros, en otro tiempo o en otro lugar, como argüían las ideologías que iluminaron el siglo 20. El Estado ha perdido el monopolio del bien común y no brinda a las empresas la protección de otrora. Los jueces, a su vez, se muestran insensibles al efecto de sus dictámenes sobre las variables económicas contingentes. Y por si esto fuera poco, los grupos de interés se multiplican y exigen participación y garantías de que los resultados de la misma tendrán efectos obligatorios.

La mejor prueba de la bancarrota de la doctrina Friedman es la tendencia de las empresas a recurrir nuevamente a imperativos de justificación que apelan a valores que están fuera de ellas; a insertar su actuación en un relato o propósito que las trasciende, que haga sentir a sus integrantes estar realizando algo noble, algo grande. A esto apuntan, por ejemplo, sus invocaciones a los derechos humanos, al desarrollo del territorio, a la protección del medio ambiente, a la igualdad de género, al combate al cambio climático, a la diversidad y la inclusión, o al diseño de nuevas formas de convivencia con los pueblos originarios.

Como bien sostiene Mayer, si la doctrina Friedman alguna vez mereció tener su tiempo, ya lo tuvo de sobra. Ella no es, claramente, el paradigma empresarial del siglo 21. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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