El caso paradigmático de esa actitud es el del ministro Valdés. Él piensa, y lo ha hecho saber de múltiples formas, que la reforma laboral y la educacional están mal diseñadas, que conducirán a males peores que los que con ellas se quieren evitar; pero así y todo declara su entusiasmo por llevarlas adelante.
¿Cómo explicar tanto empeño en realizar algo que en su opinión no es ni correcto ni está bien diseñado?
En su caso -un hombre de sobrado y bien ganado prestigio- no debe haber, por supuesto, razones alimentarias, esa forma de servidumbre que a veces impone el horror doméstico.
El asunto solo puede tener dos explicaciones: una política y otra de orden, por decirlo así, cultural.
La explicación política deriva del papel que la técnica jugó durante las dos últimas décadas. Y el misterioso caso del ministro Valdés -un ministro de Hacienda esforzándose por hacer lo que no juzga técnicamente correcto- sería una reacción frente a ese fenómeno.
Desde principios de los noventa, y hasta el primer gobierno de la Presidenta Bachelet, los técnicos desplazaron en la conducción de los asuntos comunes a los políticos. Mientras los políticos de esas dos décadas ejercitaban una suave retórica crítica del mercado, los técnicos se dedicaron a fortalecerlo. Fue una especie de tecnopolítica la que entonces imperó: el saber técnico fue el principio de legitimidad para el control político. Velasco tenía control sobre la política solo porque poseía saber técnico.
El fenómeno del ministro Valdés es el exacto revés de ese: se trata de la subordinación total del saber técnico frente a la política. La técnica es, pues, usada como un saber puramente instrumental, un saber plástico, una herramienta que se adecua aquí y allá según lo requieran las exigencias de la política. Y por eso es la adhesión política (la disposición a plegarse al programa de acción declarado) la que legitima el saber técnico. Valdés puede ejercer de técnico porque declara adhesión política. Velasco, cabe insistir, era justo al revés: tenía poder político porque era técnico.
Esa inversión del principio de legitimidad quizá sea uno de los fenómenos más notables, y más relevantes, del espacio público chileno.
Desde el punto de vista cultural, no equivale exactamente a una disputa en el campo intelectual, a esas riñas en que académicos y profesionales tratan de dominar el saber de una determinada disciplina. No. No es eso. Acá se trata de una disputa entre dos formas de legitimidad para intervenir en el espacio público: la legitimidad técnica alcanzada por la simple exhibición de certificados (cuyo paradigma fue, en el primer gobierno de la Presidenta Bachelet, Andrés Velasco) o la legitimidad política lograda a punta de adherir incluso a lo que contraviene el saber que indudablemente se posee (cuyo mejor ejemplo, en el segundo gobierno de la Presidenta Bachelet, es Rodrigo Valdés).
Si hubiera que describir el fenómeno de manera algo exagerada, habría que decir que los ministros como Valdés, por las circunstancias que se acaban de describir, están obligados, al asumir su posición, a llevar una falsa conciencia ilustrada (así denomina Sloterdijk a lo que él detecta como cinismo contemporáneo).
Tradicionalmente se llamó falsa conciencia a una visión empañada de la realidad que hacía que la persona no supiera, en verdad, lo que hacía. En la falsa conciencia ilustrada, el asunto es al revés: se sabe que tal o cual cosa es falsa, pero igual se hace.
Y lo que debe torturar al ministro Valdés, a estas alturas portador involuntario de esa falsa conciencia ilustrada, es que llegado el caso, no valdrá para él la disculpa bíblica: perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Y no valdrá, porque él confiesa saberlo; y a pesar de eso lo hace. (El Mercurio)