Borrar la historia

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En diciembre pasado, quienes defendemos la enseñanza de la historia en los terceros y cuartos medios nos entrevistamos con la ministra de Educación. Fue desalentador. La ministra reforzó sus argumentos —heredados de un proceso de varios años en dos gobiernos— afirmando que era la decisión de expertos, como si fuera un asunto de computadoras. En este criterio brilla por su ausencia toda noción de paideia, de ideales educativos que los griegos legaron a la humanidad: que la formación del ser humano es una labor de elevarlo. La eliminación de esas materias constituyó un poderoso mensaje tanto de pugna burocrática —se peloteaba entre historia y filosofía— como de consideración desdeñosa, en analogía a la eliminación (originada en sabotaje intencional) de la prueba de historia de la PSU, una bofetada de remache.

Y entre medio de estos broches yace el formidable rebalse de placer enardecido, gozo incivilizado que siempre acompañará a la historia humana, solo en parte por rabias contenidas. Es probable que haya absorbido la cólera de un amplio sector político y en los medios, ante la elección de Sebastián Piñera el 2010 y 2017, y ello en respuestas llenas de odiosidad de la clase política a pesar de que los temas de fondo no cambiaban tanto en las últimas tres décadas. Esa ira bastante artificial goteó a una masa de la población hasta incentivar su furor por una variedad de causas: justas, injustas y también por azar. La transmisión de este mensaje destelló en un experimento previo, la autodestrucción del Instituto Nacional. Le siguió la marea a lo largo del país, cual contracultura desbordada. Contribuyó que ni el Gobierno ni la centroderecha lograran acertar con el diseño de lenguaje que se vinculara con la necesaria densidad imaginativa que remece a los humanos.

Un rasgo patológico de este alzamiento fue su afán semiconsciente de borrar de un plumazo (hacha+molotov+peñascazo) toda la historia de Chile. Se comenzó con el Gobierno actual y las grandes empresas simbólicas (bancos y supermercados), hasta alcanzar a las pymes. Luego no hubo un salto a borrar a Pinochet, sino que a la democracia desde 1990, a todos sus actores, que se entienda bien. Ni siquiera se invocaba a la Unidad Popular, aunque algunos quisieran subirla al carro. La destrucción —desde la insolencia analfabeta— sistemática de los monumentos republicanos, incluyendo a los fundadores españoles (como si nada tuviéramos que ver con ellos el 95% de los chilenos), erigidos en su totalidad durante los siglos republicanos, lo mismo que las estatuas a los mapuches. Se suma la empresa de exterminio de las construcciones y símbolos cristianos, parte sustancial de todo Chile en sus primeros siglos, todavía columna vertebral de su cultura, y que no ha recibido una condena muy explícita de esa izquierda que tanto le debe a la Iglesia. Solo queda en pie una sociedad araucana inventada, artificial, criatura de cenáculos ideológicos y académicos de paper, ajena por completo al frescor y espontaneidad del mundo arcaico, que fue la que hallaron los criollos y con la que en general se fundieron. La guinda de la torta será cambiarle el nombre a Chile.

Una cosa es la forma y reforma constante de la sociedad humana, y las interrogantes que plantea; otra cosa es una empresa voluntariosa —difícil decir que sea “consciente”, que supone un mínimo de formación— por borrar toda la existencia de una nación. Caerá bajo la inexorable ley de los arrasadores, que a su vez se borran a sí mismos o son borrados; en el mal menor por un César; en el peor, por un Stalin. No hay para qué llegar tan lejos. A un país no se lo borra; se le añaden experiencias. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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