Puntos de saturación

Puntos de saturación

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Saturados, se dice que estamos saturados.

Justificada por los pésimos veintitantos días que han corrido desde el 21 de mayo al presente, la queja se extiende.

Pero ¿estamos realmente saturados?

No.

Si hubiésemos llegado a ese punto -algo así como lo que experimentaron las élites el 31 de diciembre de 1890, los militares el 4 de septiembre de 1924 o todos los chilenos el 10 de septiembre de 1973-, hoy nos quedaríamos en la casa.

Pero aún hay espacio; todavía queda aire entre la vida diaria de los chilenos y esos momentos de angustia suprema que se experimentan ante el fuego de las molotov en Valparaíso, la quema de iglesias y camiones en La Araucanía, la mutilación de Cristo en plena Alameda, los colegios y universidades tomados por semanas que comienzan a ser meses, los asaltos a todo lo que vaya pasando o esté disponible.

Qué bueno que exista todavía una distancia entre el horror ante la violencia y la conformidad con una vida laboral, familiar y recreativa, relativamente bien valorada por la mayoría de la población.

Qué bueno, pero qué peligroso.

Peligroso, porque esas distensiones que todos nos procuramos fijan dos polos de comparación -por un lado, la violencia extrema y, por otro, la normalidad diaria- que no son las coordenadas adecuadas para entender lo que realmente nos pasa.

Porque «lo que nos pasa» no está en esos estallidos purulentos. Ahí solo se hace visible, por ahora, en la superficie de unas sucias espinillas que cada tanto revientan. El problema está más adentro, en las infecciones más profundas.

Los verdaderos puntos de saturación están entre medio, en esa enorme área de bienes que llamamos paz, armonía y estabilidad familiar, honradez, confianza, comunicación, austeridad, justicia, seguridad, equilibrio y respeto.

No hay paz en esos corazones que acumulan rencores históricos, laborales o sociales; apenas hay familia, natalidad matrimonial y dedicación parental a la formación de los hijos; no hay honradez en destacados políticos, emprendedores y líderes sociales; no hay confianza ni hacia el lado ni hacia arriba, hacia el Gobierno; no hay comunicación abierta ni lenguaje claro; no hay austeridad, ahogada por los objetos y los panoramas; no hay justicia entre tanto aprovechador y aserruchador de pisos; no hay seguridad para circular, descansar, emprender; no hay equilibrio entre desiguales ni respeto entre las generaciones.

Y esos deterioros tan extendidos son culpa nuestra. Políticos, educadores, pastores, empresarios, dirigentes sociales: vamos a hacer la cuenta de nuestras responsabilidades, ¿ya? Vamos a rastrear las consecuencias que ha tenido la promoción del divorcio y de la píldora, de la droga y del sexualismo, de la autonomía y de las pantallas, del juvenilismo y del animalismo, de todas las leseras sobre las que algunos han argumentado con retórica progresista y que otros hemos tolerado con pasividad comodona. Incluso, algunas de esas tendencias han sido convertidas en ley, y con votos amigos; y después nos quejamos. Benditos.

Gonzalo Vial dijo en el 2004 que Chile estaba al borde de una catástrofe social de proporciones incalculables. Doce años después, ¿podría afirmarse que nos hemos alejado de ese riesgo, que ese diagnóstico era por completo errado, que caminamos hacia una sociedad de mejores personas?

Las pobrezas de Chile, esas que se notan menos que la miseria de un campamento o que la quema de un lugar de culto, están alcanzando un punto de saturación.

Quien se plantee la acción pública desde ese diagnóstico y ofrezca las mejores soluciones, sufrirá múltiples ataques, pero cosechará voluntades: de las buenas, de las abnegadas, de las de servicio.

 

Fuente: Edición Original Emol

 

Fotografía: The Clinic

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