Definir constitucionalmente que Chile es un “Estado regional, plurinacional y multicultural” es muy distinto a hacerlo como un “Estado unitario democrático social y de derecho”. Ambas descripciones tienen, como es obvio, un desenvolvimiento lógico diverso de sus características político estructurales y, por consiguiente, ya desde la propia descripción general del concepto de Estado que ha propuesto en su borrador de proyecto de carta magna la Convención respectiva, es polémica y divisoria, una preocupación que ha impulsado a varios de los últimos expresidentes de la República a pedir reencauzar la discusión para buscar un acuerdo que reúna a los chilenos en una votación en el plebiscito de salida que no deje dudas de la convergencia nacional hacia un destino común.
En efecto, tras una avasalladora expresión de voluntad popular en el plebiscito que aprobó la redacción de una nueva constitución por parte de una Convención que quedó conformada por una emergente elite política caracterizada por la escasa presencia de integrantes de partidos tradicionales y una mayoritaria expresión de movimientos sociales “single issue”, ciudadanos que en promedio no superan los 45 años, que se eligieron de modo paritario y donde se otorgó cierta discriminación positiva a la presencia de integrantes de pueblos originarios, su gestión de casi 10 meses se ha visto cruzada por una serie de conflictos organizacionales, morales, ideológicos y políticos que han hecho caer su adhesión original.
Según la opinión de la mesa y diversos grupos de convencionales, tal descrédito se habría producido como consecuencia de problemas comunicacionales y el papel de un sistema de medios que estaría generando confusiones en la información, tanto intencionadamente, como por no discriminar entre las opiniones y propuestas en las respectivas comisiones y las que han sido efectivamente aprobadas por el pleno. En el hecho, según esa mirada, las normas que ya se encuentran a firme en el borrador sujeto al plebiscito del 4 de septiembre próximo, han sido aprobadas por mayorías superiores a los dos tercios en el 80% de los casos, lo que indicaría una mayoritaria convergencia en las ideas acordadas y que, por consiguiente, sería la expresión genuinamente democrática de las nuevas normas que conducirían las relaciones de la ciudadanía entre sí y con el Estado reconfigurado en su actual arquitectura de poderes.
Pero ¿por qué, si la Convención ha ido construyendo un texto constitucional tan mayoritariamente convenido, la evolución de las adhesiones ciudadanas a sus propuestas han ido en descenso al punto que varias encuestas recientes muestran a una mayoría de voluntades dispuesta a rechazar el proyecto? O ¿Por qué, el propio Presidente de la República ha solicitado a la Convención buscar acuerdos más transversales que posibiliten una aprobación contundente, de modo de evitar que la Carta siga siendo motivo de división de los chilenos, si es que los resultados del plebiscito de salida polarizan, arriesgando una aprobación y/o rechazo prácticamente empatados?
Las respuestas esbozadas hasta ahora han preferido evitar el fondo del litigio, en la medida que mientras el borrador no esté terminado, se estima que esa discusión solo ayudaría a aumentar la incertidumbre que han provocado decisiones como las ya aprobadas en materias claves como la citada definición de Estado, el Sistema Político, de Justicia, propiedad, concesiones, medioambiente, derechos sociales y autonomías regionales y locales. Aunque, por cierto, son precisamente aquellas determinaciones las que en realidad han provocado las reacciones de alerta en una ciudadanía que otorgó a la Convención la soberanía política con el propósito de resolver demandas muy específicas y claras, aparentemente impedidas de fluir como consecuencia de una carta “injusta e ilegítima” y “redactada por cuatro generales”, como dijera el mandatario, y no de un rediseño total de las estructuras de una República que ha operado por más de dos siglos bajo ciertas formas y normas reiteradas en sus diversas cartas fundamentales y ya bien integradas al sentido común de los chilenos.
Aparentemente impedidas, se afirma, porque, en los hechos, el plebiscito de salida no consiste en “derrotar a las fuerzas partidarias de la Constitución de 1980 o de Pinochet”, como majaderamente ha intentado instalar una mayoría de izquierda en la Convención apuntando a un enemigo inexistente contra el cual estaría compitiendo la nueva carta. No. Se trata, en cambio, de dejar atrás la actual Constitución, profundamente reformada y que, suscrita en 2005 por el Presidente socialista Ricardo Lagos Escobar, tras seis años de discusiones, negociaciones, acuerdos y desacuerdos, expresa una cualidad democrática incuestionada, que cuenta con el aval de destacados expertos constitucionalistas, académicos, orgánicas e institutos especializados nacionales e internacionales, condición que, en su oportunidad, hizo reflexionar al ex mandatario que “Tenemos hoy, por fin, una Constitución democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile”.
Resulta indiscutible, empero, que la Convención Constitucional electa en 2021, cuenta, para su ejercicio, con una legitimidad democrática innegable: una ciudadanía abrumada por los problemas económicos producto de una crisis combinada de sucesos y decisiones de nivel nacional e internacional, por deudas que, no obstante haber ayudado a su progreso, ocupaban cerca del 70% de sus ingresos mensuales; por su desilusión respecto del comportamiento inmoral de sectores de las elites políticas, económicas, militares, eclesiales y sociales, por una revuelta social de proporciones y el posterior advenimiento de una pandemia que confinó a la población en sus hogares, sin poder trabajar y con respuestas económico sociales lentas o atrasadas del Gobierno de turno para ir en su auxilio, terminó por dar vuelta la espalda a la estructura de poderes tradicional y miró hacia sus iguales en una búsqueda frenética por encontrar nuevos liderazgos que respondieran con lealtad, honestidad, transparencia y verdad a sus demandas.
Una decisión que, por consiguiente, se llevó a cabo en un estado de ánimo que impulsó al 79% de la ciudadanía a aprobar la redacción de una nueva carta escrita por chilenos ajenos a la política tradicional, provenientes de orgánicas identitarias emergentes o del llamado «mundo del estallido social» que, no obstante saber que sus necesidades objetivas no podrán ser resueltas por una nueva constitución, abrió puertas a esperanzas de cambios profundos.
Así y todo, pasados los meses, con una ciudadanía ya más reencontrada con la razón, la prudencia y la dura realidad de la pandemia, un ánimo distinto se reflejó en las elecciones presidenciales siguientes, poniendo en segundo lugar a la candidatura que había proclamado con más bríos que la nueva constitución le daría los instrumentos jurídicos mediante los cuales su programa de derechos sociales podría ser materializado.
La segunda vuelta, en todo caso, confirmó la vocación mayoritaria por los cambios y, por primera vez en muchos años, un aspirante de segundo lugar consiguió una votación récord que, en paralelo, mostró el rechazo al continuismo expresado por la candidatura que ganó en primera vuelta, pero que, a su turno, también manifestó su castigo a las propuestas de centro izquierda y centro derecha reformista que compitieron en la presidencial. Es decir, la legitimidad de la vocación por los cambios no está en dudas.
Sin embargo y como señal de reencauce, los resultados en las elecciones parlamentarias y de gobernaciones, probablemente por la mayor cercanía y conocimiento de los elegidos, volvieron a mostrar la inercia de las largas tradiciones electorales del país y en dichos casos, la ciudadanía prefirió transferir su soberanía a representantes regionales y locales reconocidos que prácticamente han dividido esos poderes en dos. Un escenario que hace prever un complejo gobierno al actual Ejecutivo, sin mayorías en el Congreso, así como con gobernadores que disputarán con su influencia directa en las regiones.
Así las cosas, y como lo han reconocido las propias autoridades de Gobierno, el destino del actual Ejecutivo ha quedado sujeto a las determinaciones que la Convención adopte en materia de Sistema Político y otras pertinentes, así como a las decisiones que los convencionales tomen en materia de cómo y en cuánto tiempo se producirá la transferencia de poderes de la antigua carta a los de la nueva.
Adicionalmente, también, respecto de las que tome el nuevo Congreso al aterrizar en leyes las normas constitucionales que, eventualmente, lleguen al parlamento, si es que la nueva carta fuera aprobada en el plebiscito de salida y la Convención no aprobara la realización de elecciones anticipadas en sus normas transitivas. Un conjunto de definiciones que se producirán en un cuadro de correlación de fuerzas que hace prever una difícil gobernanza, máxime en un entorno en el que las promesas económicas -fundamentales en la crisis- estarán limitadas por el duro muro de la realidad nacional e internacional.
Entonces, si la propuesta convencional fuera aprobada, el Ejecutivo no tendrá excusas para no responder con rapidez a sus promesas, aunque para su materialización, dependa de la colaboración de un Congreso en el que no cuenta con mayorías, si es que se mantuviera el actual. Por consiguiente, en el proceso de renovación, la eventualidad de traslapes de autoridades en los diversos poderes -tal como el caso de gobernadores y delegados- podría generar nuevas y complejas tensiones, mientras la efectiva concreción de derechos sociales, caros para la ciudadanía, se seguirá extendiendo por años, abusando de la paciencia ciudadana.
Si es rechazada, en cambio, el Gobierno al menos contará con el argumento originario de una carta vigente que sigue impidiendo “la justicia social”, dándole tiempo al tiempo para avanzar en las reformas y proyectos programáticos que pueden resolverse dentro del actual marco normativo.
Entonces, si no obstante la vocación mayoritaria por los cambios, matizada por la moderación de los nuevos equilibrios políticos producidos en los recientes comicios, el proyecto de la Convención fuera rechazado debido a su maximalismo y/o carácter experimental en varios ámbitos, el expresidente Lagos ha dicho que, en tal caso, “el rechazo, no es la muerte”, recordando que, de ocurrir, seguiría rigiendo no la “Constitución de Pinochet”, sino la de 2005, que fue suscrita por él.
Así, en vista de los acontecimientos, la actual carta, cuya cualidad democrática no es discutible, pues ha posibilitado la propia llegada al gobierno del actual Presidente y sus movimientos y partidos aliados, pudiera ser revalorizada como guía de acción, al menos durante el periodo en el que el nuevo Congreso, también relegitimado por su reciente elección, se haga cargo de su papel constituyente. De esa forma, el actual parlamento pudiera recoger tanto la carta vigente como los proyectos de reforma constitucional existentes -la congelada propuesta del Gobierno de Bachelet y el texto de la Convención Constitucional- para reencauzar una nueva discusión parlamentaria en la que, como resultado y sin las presiones temporales actuales, se consiga, “por fin, una carta magna democrática, acorde con el espíritu de Chile, del alma permanente de Chile” que perdure y guie el progreso y unidad nacional en los próximos cuarenta años. (NP)