Metapolítica

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Isabel Coixet, 57 años, cineasta, catalana, barcelonesa, premiada, archipremiada, condecorada por la Generalitat con la Creu de San Jordi, opositora a la independencia, ha contado que hace unos días un grupo de secesionistas la insultó en la puerta de su casa gritándole “¡Fascista!”. Indignada, furiosa y con un desgarro sin fondo, Coixet sintió lo siguiente: “No hay sitio para mí”. La tierra donde nació le ha sido expropiada por un puñado de nacionalistas que del fascismo sólo saben que es una ofensa. Ni siquiera saben que es el nacionalismo lo que está más cerca del fascismo.

En Cataluña se ha perdido el lenguaje. Y como siempre que cae el lenguaje, han florecido la intolerancia, el insulto, desde luego el odio. No es un problema de académicos, ni de literatos, ni de filólogos. El lenguaje funda toda la política; no existe política al margen del lenguaje, lo cual quiere decir también que no existe en las emociones ni en ningún confín del limbo sensorial. No hay guata, ni corazón, ni intestinos, excepto en la mala política. La de buena calidad, la que importa, es razón y lenguaje. Y bien: un día un querubín le grita fascista a una cineasta. Después se le suman varios. Luego hacen de su casa un centro de ofensas (los españoles lo llaman escrache, una palabra casi tan fea como funa). Más tarde, quizás, también se acercan a su familia. Un día alguien dispara. Así es la espiral, así ha sido siempre.

La situación de Cataluña muestra que no es imposible, ni siquiera difícil, convertir a un territorio pacífico en un lugar inhabitable y hacer de una sociedad -incluso una culta, sofisticada- exactamente lo contrario de una vida en comunidad. El totalitarismo del insulto se impone con rapidez en un ambiente de facilismo político, pereza intelectual e ignorancia histórica.

Rasgos similares han venido caracterizando también el debate electoral chileno, que cada vez parece más descolgado de las preocupaciones y las necesidades de los ciudadanos, como si alguien lo hubiese arrinconado para responder sólo a los grupos de presión. Quizás el torneo presidencial de este 2017 sea recordado como el peor de esta fase histórica justamente porque tanta desconexión hace pensar que algunas candidaturas están construidas para resolver conflictos personales, no para proponer un horizonte al país.

Los candidatos polemizan sobre los créditos bancarios para sus propias campañas, mientras sus comandos debaten sobre lo que harán en la segunda vuelta. Se ha creado un ambiente de metapolítica, donde el principio de realidad parece suspendido. A sólo días de las elecciones, ni un solo candidato parece interesado en que la abstención se pueda elevar por sobre el 60%. En lugar de instar a votar, libran un combate destinado a quitarle las ganas hasta al más entusiasta. Hay un sector que parece prepararse para invocar ese argumento con el fin de impugnar la legitimidad de un futuro gobierno. Especialmente si, como sus propios actos nerviosos lo dejan sentir, creen que ese gobierno será de Sebastián Piñera.

Campea en ese ambiente una libérrima lenidad en las afirmaciones. Por ejemplo, con los muy solicitados acuerdos de apoyo recíproco para la segunda vuelta, que cuanto más se invocan, más inviables se vuelven. Marco Enríquez-Ominami, que ha requerido apasionadamente la unidad de la izquierda para frenar a Piñera, afirma que el jefe de campaña de Alejandro Guillier le pidió que lo recibiera; Guillier y el jefe de campaña lo niegan, con lo que el interlocutor dice que “faltan a la verdad”. ¿Puede ser ese el germen de un acuerdo?

Otro: especulando sobre la posibilidad de entregar sus votos a Carolina Goic, el presidente del Partido Comunista, Guillermo Teillier, declara que “lo pensaría dos veces”. Aquí ya no es inviable únicamente un acuerdo electoral, sino probablemente la recomposición de la Nueva Mayoría, que, sin la DC, sólo reproduce la Unidad Popular, el Sísifo de la izquierda tradicional. ¿Lo pensó así Teillier o fue sólo el calor de uno de los tantos momentos de gente acalorada que nos ofrece la temporada?

Y aun otro: planteando la posibilidad de dar su respaldo a Guillier, un joven dirigente de la constelación del Frente Amplio dictamina que es preciso no negociar, sino poner condiciones a la Nueva Mayoría, una de las cuales es la exclusión de personas como Pilar Armanet, Mariana Aylwin y “otras”. La extensión de las “otras” es desconocida, pero ¿quién dice que al final de la lista no aparecerá el propio Guillier? Este dirigente le exige a la Nueva Mayoría o a la ex Concertación que sean lo que el Frente Amplio crea que deban ser. ¿Alguien puede imaginar que sea viable un acuerdo de este tipo?

En este caso hay algo más profundo. La exclusión de personas con nombre y apellido no sólo es una pulsión intolerante y antidemocrática, sino que plantea un cuadro muy parecido al que vive Isabel Coixet en Cataluña. El querubín anda cerca, ¿se prepara para darle ese zarpazo al lenguaje por el cual una contradictora deviene “fascista”?

Pero bueno, supongamos que las cosas no son tan graves, que se trata sólo de imprudencias, de dichos irreflexivos en un ambiente en que el nivel de reflexión ha descendido a cero. Lo que se desprende de los ejemplos anteriores es que, a menos que se alteren los términos del intercambio, no existe ninguna posibilidad de acuerdo para la segunda vuelta. Ya se pueden revolcar de ansiedad los candidatos a senadores, diputados y cores que los han promovido -ninguno de ellos dispone de segunda vuelta para conocer su suerte-: las palabras de sus líderes conducen directamente a la atomización de los votos.

Pero lo más importante es que la discusión sobre tal acuerdo no le puede interesar a nadie que no esté sumergido en los vapores de la metapolítica. (La Tercera)

Ascanio Cavallo

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