Los elefantes de Ecuador van a México

Los elefantes de Ecuador van a México

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La abrupta confrontación diplomática entre México y Ecuador ha refrescado la memoria respecto a uno de los grandes asertos de la vida internacional; que el tamaño sí importa. Hasta ahora era fácil predecir que un país pequeño aceptaría siempre lo que tenía que aceptar si se cruzaba en el destino de uno más poderoso. Ello encuadra con un axioma que se remonta al juego de poderes entre las ciudades-estados de la antigua Grecia.

Tan gravitante ha sido este apotegma a través de los siglos, que los esfuerzos del derecho internacional apuntan justamente a tratar de disminuir los efectos de esa enorme grieta entre los países. Por eso, no es extraño que la Asamblea General de la ONU se haya dado una estructura destinada a equilibrar la cancha, aunque sea nominalmente. Ahí, el voto de gigantes poblacionales, económicos, militares o geográficos es igual al de cualquier pigmeo. El voto de la India vale lo mismo que el de Kiribati y el de Japón que el de Bolivia.

Sin embargo, la confrontación entre Quito y Ciudad de México revela que este axioma podría estar perdiendo fuerza. Aumenta de forma sorprendente el número de países pequeños dispuestos a enfrentarse con los grandes. Como si la noción de las proporciones fuese ya un dato obsoleto.

Por efectos residuales de este proceso, pocos imaginaron a soldados y policías del diminuto Ecuador entrando a la embajada de México, uno de los gigantes latinoamericanos. En esta ocasión, más poderoso que el tamaño, fue el móvil. Sacar a una persona sentenciada por corrupción a través de justicia ordinaria de su país.

Los protagonistas de este singular episodio son dos estadistas situados en las antípodas políticas y generacionales. Por un lado, el Presidente Noboa, quien como buen hombre de negocios tuvo en consideración los costos de un enfrentamiento, que, a primera vista, se ve desproporcionado. Por otro, al ya veterano Andrés Manuel López Obrador, un hombre con fama de ser una máquina de poder, y que, por su trayectoria, es muy probable que jamás haya imaginado un episodio de tales características. De hecho, la palabra más ocupada en sus últimas mañaneras ha sido agravio.

AMLO -que no es precisamente un optimus civis– se siente efectivamente agraviado, aunque de sus declaraciones se desprende la nula atención a un hecho muy excepcional. Es la tercera situación incómoda que protagoniza con un país sudamericano. Ello es revelador que la conducta diplomática mexicana, otrora reconocida por su extraordinaria cautela, ha sido permeada por los tumbos amlistas.

Fresca en el recuerdo está su clara intromisión en la huida de Evo Morales en 2019; una decisión disonante con la tradición mexicana. AMLO pasó por alto un dato irrefutable, cual es la vigencia del régimen democrático boliviano. Y es que, pese a todos sus defectos y profunda crisis, ésta no ha perdido el carácter de tal. Para AMLO fue irresistible entrometerse con un país insignificante y ordenó dar asilo a nueve altos funcionarios evistas. Los trasladó de manera aparatosa y apresurada al aeropuerto, de manera que se hizo inevitable un incordio. Su embajadora fue expulsada de La Paz.

Luego, en 2022, concedió asilo a la familia de Pedro Castillo en Perú, tras su fallido intento de auto-golpe y criticó a las nuevas autoridades con la misma virulencia que aplica a sus adversarios domésticos. Terminó en lo obvio. Otro impasse grave. Y el resultado fue el mismo. Su jefe de la misión diplomática terminó expulsado. Luego, a fines del año pasado, tensionó la relación con Javier Milei, llegando a temerse lo peor. Pero como hasta ahora ha estado recluido en la lógica convencional que el tamaño sí importa, redujo los decibeles. El entrevero pasó a ser manejado por las cancillerías.

Con lo de Ecuador, AMLO acumuló el jamás imaginado récord de tener tres embajadores mexicanos expulsados. Ni en sus peores pesadillas, los diplomáticos mexicanos de antaño pudieron imaginar algo parecido.

El México del PRI y del PAN mantuvo su historia diplomática apegada a la llamada Estrada. Formulada en 1930, sostiene la no intervención ni calificación de asuntos internos de otros países.

Esta tradición la rompió dos veces de manera incisiva y una de forma muy tenue. Las rupturas con la España de Franco y el Chile de Pinochet fueron las más estentóreas. En cambio, el asilo al Presidente peronista, Héctor Cámpora se manejó con la sutileza mexicana tradicional. Aquella astuta diplomacia de los años 70 siguió con extremo sigilo los temas internos argentinos. El abogado peronista ganó las elecciones presidenciales libremente, pero debió renunciar presionado por su gran enemigo, el propio Perón, quien más tarde lo envió como embajador a México, donde ejerció brevemente. Al cabo de pocos años fue amenazado de muerte y México acordó con el gobierno militar argentino la salida del ex Mandatario, ofreciéndole asilo por razones humanitarias. Allí, Cámpora falleció.

Los tiempos que corren obligan a replantearse muchos aspectos tradicionales de la actividad diplomática y quizás el duro cruce de AMLO con Noboa es un síntoma. Adversarios desproporcionadamente distintos parecen decididos a entrar en contienda sin mayores miramientos.

La reacción davidiana de Ecuador pone en esa perspectiva otros dos episodios muy recientes. Ambos sufridos por el gigante alemán y hace sólo escasas semanas.

El gobierno de Olaf Scholz se envolvió en un manto de incomodidades (y quizás de repulsa infinita) con las palabras proferidas por el Presidente de Botswana, Mokgweetsi Masisi, quien amenazó a Berlín con enviarle de regalo 20 mil elefantes, “sin derecho a rechazarlo”. Fue su reacción ante las insistentes críticas de Alemania a la política (interna) de Botswana referida a la caza abierta de estos paquidermos y a la promoción de ese país africano a exportar colmillos y pieles.

Masisi insistió que no estaba bromeando. Le dijo a Scholz que, para opinar con idoneidad sobre cuál es la mejor manera de convivir con los 130 mil elefantes que alberga en su territorio, lo mejor es tener una experiencia directa con estos animales.

Otro episodio davidiano que le tocó vivir al gobierno alemán estas últimas semanas fue la audiencia de la Corte Internacional de Justicia respecto a un grotesco procedimiento iniciado por Nicaragua en su contra. Sí, la Nicaragua del matrimonio Ortega/Murillo, acusó a Berlín de ser “cómplice” de un “genocidio plausible” en Gaza. Nicaragua llamó al organismo internacional a emitir órdenes de emergencia para que Berlín suspenda en el acto la ayuda política, financiera y militar a Israel. La sensación de incomodidad y repulsa debe haber sido, también en este caso, infinita.

Por último, el umbral de la inviolabilidad de las embajadas se ha cruzado varias veces. Ecuador no será la última. Los iraníes ocuparon la embajada estadounidense en 1979. La policía guatemalteca entró disparando a la legación española en 1980 e hirió al embajador. Fidel Castro ordenó entrar a la embajada ecuatoriana en 1981 y sacó por la fuerza a 30 asilados. En Argentina también hay un registro de ingreso de soldados irrumpiendo en la embajada de Haití en 1956 para sacar a unos asilados.

Por lo tanto, el significado de todo esto va, en definitiva, por otro lado. Hoy, cualquier país puede amenazar con enviar elefantes por doquier. Aquella loable idea de reforzar medidas jurídicas anti-inviolabilidad no va a la médula de un asunto esencialmente político. Puesto en simple, es un tema de criterio. No conviene abusar del asilo, ni dar protección u hospitalidad a personas que digan que no les gusta el sistema judicial de su país. El cálculo de todas las reacciones posibles se hace imprescindible. (El Líbero)

Iván Witker