Ruanda, tan cerca de Europa, tan lejos de América Latina

Ruanda, tan cerca de Europa, tan lejos de América Latina

Compartir

Curiosas son las advertencias de la ONU respecto a la decisión británica de instalar un centro de procesamiento migratorio en Ruanda. De ahora en adelante, persona indocumentada que llegue a territorio británico por pasos habilitados o no habilitados, o que busque asilo por motivos religiosos o políticos, se le trasladará a ese país africano. Allí recibirá atenciones iniciales, se procesará su solicitud, se analizará su caso y se le entregarán opciones de largo plazo.

La ONU, a través de varios organismos, se ha mostrado molesta con la decisión del premier Rishi Sunak. Incluso, algo escandalizada. El Alto Comisionado para los Refugiados y otro para los Derechos Humanos están pidiendo a Downing Street 10 revertir la medida. Usan argumentos diversos. Algunos apelan a la tradición británica en materia de asilo. La mayoría, en todo caso, no supera las formulaciones ambiguas, brumosas y algo relamidas. Piden “medidas prácticas para abordar flujos irregulares a partir de la cooperación”.

Más allá de la retórica, las críticas no se hacen cargo del asunto de fondo. Las migraciones dejaron de ser un tema inocuo al interior de las relaciones internacionales. Ya no son más un ámbito donde desplegar la compasión inherente (¿infinita?) del ser humano. Esto significa que éstas ya no pueden manejarse con la brújula de la conmiseración ni ser dejada a los vaivenes del amateurismo. Los países añorados por los migrantes no pueden ser vistos como simples receptáculos de simples deseos de felicidad; pursuit of happiness.

Las migraciones se han transformado en un eslabón clave y muy dinámico del sistema internacional. Están impactando de manera directa en la seguridad nacional de los países y los intentos de solución requieren un análisis frío respecto a las capacidades de absorción, a su impacto en la idiosincrasia de las naciones receptoras y a la viabilidad de que los recién llegados acepten el affecto societatis vigente en el país receptor.

En consecuencia, las manifestaciones de escándalo de funcionarios ONU responden a pulsiones obsoletas, y el acuerdo entre británicos y ruandeses no hace otra cosa que sentar un precedente enteramente nuevo. En esta línea son dos los asuntos más sugerentes.

En primer lugar, la ineludible necesidad de ver a las migraciones con una óptica efectivamente global. Los movimientos de personas no son ajenos a los vientos de cambio y no pueden ser encuadrados más en la lógica de la simple bondad. Por eso corresponde interrogarse, ¿por qué la globalización habría de ser sólo económica?, ¿qué impide encontrar acuerdos migratorios más allá de los márgenes regionales?, ¿qué factor objetivo inhibiría a un país africano para servir de centro de procesamiento migratorio de un país europeo?

El premier británico, Rishi Sunak se muestra tajante: “Este paso significa un cambio fundamental en la ecuación global de la migración”. Dicho cambio apunta a esas interrogantes. Por lo tanto, un primer paso es ver este asunto con perspectiva mundialista.

Ello significa admitir que las antiguas zonas periféricas están adquiriendo nuevos significados y que el tránsito hacia una etapa nueva será ripioso, pues muchas veces cuesta aceptar lo nuevo.

En esta línea de razonamiento llama la atención que también en América Latina haya renuencia a las innovaciones. Especialmente al interior de las corrientes woke y populistas. En estos huertos locales se insiste en que los corazones son tan gigantes y generosos como las extensiones territoriales. Ergo, se debe aceptar a quien quiera venir. Se niegan a conjugar la inmigración con las capacidades reales de absorción y se muestran poco preocupados por sus efectos generales.

Difícil resulta estimar de dónde y cómo pudo surgir esta tendencia a la bonhomía del progresismo latinoamericano y los motivos para descartar su peligrosidad para la seguridad nacional.

Una cosa sí parece cierta. No se divisa que sea herencia de los pueblos ancestrales.

Los relatos identitarios en favor de las culturas ancestrales -tan de moda estos últimos años- subrayan hasta la saciedad, que todos los indoamericanos percibieron como amenazante e invasiva la entrada a territorios de los primeros grupos de exploradores de españoles. Se ha articulado todo un relato ignominioso.

Con la excepción de los tlaxcaltecas en México, que recibieron felices a los recién llegados, y se aliaron a ellos para destruir a sus vecinos aztecas, se desató en todo el continente una verdadera conflagración, asumida hoy en día como gesta de resistencia. Siguiendo los relatos identitarios ancestrales, esos intrusos inmigrantes a las órdenes de Cortés, Pizarro y Valdivia fueron vistos como tóxicos. Curiosamente, en esa época no había espacio para aquellos recién llegados en las inmensidades territoriales.

La extraña bonhomía del progresismo latinoamericano frente al inmigrante no parece venir entonces por ese lado.

En segundo lugar, en las observaciones críticas de la ONU subyacen claros residuos coloniales. Es como si todo debiera decidirse en la metrópoli y nada en la periferia. La metrópoli es siempre la única responsable de un mundo cruel e injusto y la periferia es tan pobre y esmirriada en asuntos de gobernabilidad, que no puede decidir sobre cosas relevantes para su destino.

El desfase de esta crítica es tal, que el acuerdo entre Reino Unido y Ruanda desatará inevitablemente un debate muy saludable. Dicho acuerdo fue firmado originalmente en 2022 y la ONU confió hasta ahora en que mediante presiones subterráneas por parte de ONG lograría revertir y todo quedaría en nada. Afortunadamente, los gobiernos involucrados perseveraron y las iglesias anglicanas apoyaron, consiguiendo arribar a una etapa nueva.

Ruanda reclama, y con razón, que con poco más de trece millones de habitantes, es uno de los pocos países relativamente estables del continente y que tiene derecho continuar con estos nuevos esquemas migratorios, toda vez que registra un cierto éxito en experiencias similares con otros países.

Entre 2013 y 2018, por ejemplo, llegó a un acuerdo con Israel, país que había recibido una ola de eritreos y sudaneses, haciéndose pasar por judíos falashas (repatriados en impresionantes puentes aéreos en 1983 y 1991). Israel resolvió dar asilo a unos cuantos con formación universitaria y trasladó al resto a Ruanda. Luego, en 2019, la Unión Europea también trasladó a ese país a miles de refugiados africanos atrapados en las guerras civiles de Libia y que amenazaban con atravesar el Mediterráneo.

Los críticos hacen caso omiso a otros esfuerzos en la misma dirección. Australia trabaja con estos esquemas desde ya hace varios años con Naurú y Papúa Nueva Guinea. Italia hace pocos meses firmó un acuerdo similar con Albania.

Un simple ejercicio observacional invita a pensar que la fórmula Ruanda podría significar una etapa nueva en esta materia. (El Líbero)

Iván Witker