La sobriedad perdida

La sobriedad perdida

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Jorge Millas, nuestro pensador tal vez más original, vuelve a hablarnos desde el pasado. Al evocarlo a él, pienso en una estirpe de “sobrios” chilenos: en la prosa, por ejemplo, Carlos León. Nunca, de parte de ellos, un “mandarse las partes”. Sobriedad y casi modestia. En su ensayo “Idea de la individualidad”, el filósofo chileno hace la siguiente observación sobre el carácter nacional: “Chile es un país sobrio. Esta sobriedad suya, como está en contraste con otros caracteres pueriles de su imagen histórica, es una anticipación de la que ha de ser, sin duda, su personalidad definitiva en tiempos de sazón. En épocas de juventud, ni individuos ni país son normalmente sobrios. La sobriedad es esa virtud de la reacción justa, ecuánime, proporcionada ante las cosas. Lo contrario de sobriedad es frenesí, o como debiera decirse, en América, tropicalismo”.

Desde luego, cabría preguntarse dónde quedó esa nuestra sobriedad, si es que alguna vez la hubo. Muchas cualidades que creíamos muy acendradas en nosotros se hicieron humo en pocos años: Chile, el país de los acuerdos; Chile, el único país en América Latina donde no había corrupción a gran escala ni coimas; Chile, país sin terrorismo ni narcotráfico; Chile, país seguro. ¿Eran todas mentiras sobre nosotros mismos? La desaparición de esa “sobriedad” que Millas resaltaba en nosotros, sea tal vez una de las pérdidas más significativas y sobre la que vale la pena detenerse. Sobriedad está relacionada con sencillez, con austeridad. La sobriedad es una suerte de austeridad espiritual. ¿La abundancia nos hizo tal vez mal? De ninguna manera quisiera caer en la mirada culposa de la riqueza y el desarrollo económico, tan propia de una sensibilidad católica latinoamericana, culpa que en el mundo protestante no existe. ¿O fue el exceso de farándula, primero en la televisión, luego en la política y en las redes sociales? Millas se alegraba —en la década del 40— de que la “chabacanería” no fuera tan fuerte en Chile. Pero la chabacanería —hay que decirlo— vino de una parte de la élite y permeó la sociedad: porque la verdadera cultura popular no es chabacana.

Es evidente que algo pasó en nuestro estado de ánimo como país. El “malestar”, del que tanto se ha hablado, es más complejo que la molestia por las desigualdades (que por supuesto las hay, como en muchas partes del mundo). Nuestra adolescencia —según Millas— venía bien aspectada y auguraba “una personalidad definitiva en tiempos de sazón”. Pero, en realidad, esta adolescencia se ha prolongado más allá de la cuenta o incluso ha sufrido una suerte de regresión: es evidente la infantilización de Chile en los últimos años. Basta con encender la televisión y ver los matinales, o leer los chats grupales hoy tan de moda u observar una reunión de la Cámara de Diputados o, para qué decir, de la Convención. La Convención fue el momento más evidente de la pérdida de nuestra sobriedad, la ausencia total de “la reacción justa, ecuánime, proporcionada ante las cosas”. El griterío, el exceso en todo sentido, el reemplazo de la oratoria por la performance mostraron un país que perdió completamente la “indiscutible mentalidad apolínea” (sic) que Millas nos atribuía. Y el borrador de Constitución nada tiene que ver con el “ponderado ritmo clásico de nuestra evolución cívica y su organización institucional” (Millas de nuevo). Demasiados articulados y adjetivos. La inarmonía del borrador constitucional revela nuestro desorden intelectual y espiritual.

Sí, Chile necesita urgente una “armonización”, pero una armonización de nuestro ser más profundo. Intuyo que la violencia que vivimos algo tiene que ver también con la pérdida de esa sobriedad y de ese orden. Hoy vivimos en estado de borrachera (verbal y política). Para ser país y no “apenas paisaje” (como dijo Parra, compañero de colegio de Millas), necesitamos recuperar nuestra sobriedad perdida. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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