La política ¿vocación o profesión?

La política ¿vocación o profesión?

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La vieja pregunta de Max Weber vuelve a la palestra tras la reciente aprobación en la Cámara de Diputados, de calificar con urgencia el proyecto de rebajar la dieta parlamentaria. Desde el 2014, la iniciativa ha sido promovida por los diputados del Frente Amplio, Gabriel Boric y Giorgio Jackson, con la convicción de que sus altos montos estarían muy por sobre el promedio de los salarios en el país. Alrededor de 34 veces más que el sueldo mínimo, a lo que la estadística internacional comparada agrega la certeza de tener un congreso con uno de los mayores niveles de remuneración. La bancada de la derecha votó en contra, argumentando que una dieta alta es un antídoto para la corrupción y un incentivo para el ingreso de ‘los mejores’ como representantes. Si para los partidos de la ex Nueva Mayoría la dieta es muy alta, para los de Chile Vamos seguramente es poco y su rebaja elevaría aún más el costo de oportunidad de servir al Estado.
¿Populismo de unos, pragmatismo de otros? El debate recién comienza. Sin embargo, al margen de cuánto sea lo moralmente justo pagarle a diputados y senadores, el asunto reabre una discusión muy pertinente sobre la profesionalización de la política en las democracias representativas. Desde la mirada histórica de largo plazo, es interesante remarcar el momento en que surge la pregunta, caracterizado por un parlamento competitivo como hace décadas no lo teníamos tras el fin del sistema binominal, entre otras razones. Lo menciono porque en Chile la discusión sobre el perfil del congresista como un político de profesión se cristalizó desde fines del siglo XIX, tras la universalización del sufragio masculino y la modificación del sistema electoral para elegir diputados a favor de la representación de las minorías. Ambas medidas hicieron del Congreso una tribuna posible para nuevos círculos políticos, alentando el ingreso de nuevos actores sociales a la Cámara Baja. Fue entonces cuando se inició, como ahora, un cuestionamiento a la idea del congresista como un grupo “selecto” de hombres fundada en la legitimidad de la “distinción”.
En adelante, el parlamentario debería ser un político profesional, debía ser “electo” más que “selecto”, exigiéndoles rasgos que los hicieran competitivos. Debían conocer el territorio que representaban, tener vínculos políticos locales y partidarios, experiencia en el arte de gobernar y administrar. A ello Weber agregó el tener convicciones o creencias “inquebrantables” para usar responsablemente el poder a favor del bien mayor. La Constitución de 1925 selló este nuevo tipo de legitimidad al establecer el pago de una renta a los parlamentarios, porque si la política era una profesión, se debía poder vivir de ella. Prácticamente un siglo después volvemos a preguntarnos por los mecanismos para asegurar el mejor ejercicio de la representación. Si para eso hoy es necesario pagar más, creo que bien lo vale. (La Tercera)

Macarena Ponce de León

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