La pandemia y la política

La pandemia y la política

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En la crisis nuestra mirada se dirige de inmediato hacia los gobernantes y, en especial, hacia los responsables del sector salud y los expertos en epidemiología. Los sistemas políticos están desafiados. The Guardian señalaba que se anhela un liderazgo responsable, abierto y confiable, justamente lo que escasea, salvo contadas excepciones como Merkel en Alemania y la joven Primera Ministra de Nueva Zelandia Jacinda Ardern, que ha sorprendido por su cercanía y capacidad de decisión.

Esta carencia de liderazgos se ha agudizado con la disputa sobre el papel de la OMS, acusada por  Trump de ser funcional al gobierno de China, amenazando, justo ahora, con cortarle el financiamiento. El sistema multilateral está paralizado. Ricardo Lagos ha señalado que no hay ninguna instancia internacional donde se discutan los efectos de la pandemia. Ni la OMS, ni el G20, ni el Consejo de Seguridad de la ONU. Llueven las solicitudes de préstamos y ayuda al FMI y al Banco Mundial, organismos que hasta ahora sólo han diagnosticado la gravedad de la recesión sin adoptar un plan maestro como se lo han solicitado en un llamamiento público más de 100 ex Presidentes y Primeros Ministros y otras personalidades.

Efectivamente, estamos entrando en la más grave recesión desde 1929. En un reciente comunicado, la CEPAL analiza el impacto para América Latina y pone énfasis en la caída de los precios de las materias primas, la disminución de las exportaciones y de la importación de insumos intermedios para la producción, y la interrupción de las cadenas de valor que afectará a las principales economías de la región: México y Brasil, exactamente dos países que han reaccionado mal a la pandemia. También analiza las consecuencias sociales: pérdida del empleo, aumento de las desigualdades y tensión de los servicios públicos, entre otros.

Más allá de las reacciones de los distintos gobiernos –y la del nuestro ha sido bien evaluada-, el desafío es que no cunda en la población la sensación de desamparo frente al peligro y de incertidumbre sobre la provisión de ingresos para poder sobrevivir. La crisis puede minar las bases de los sistemas políticos si no responden a tiempo y en forma eficaz y transparente.

Es cierto que, como escribió hace años U. Beck, vivimos en una sociedad de riesgo alto. Pero el foco de los expertos visualizaba otras amenazas. No una pandemia de estas proporciones, salvo  voces aisladas como Bill Gates.

Muchos intelectuales se preguntan cómo será la sociedad una vez superada la epidemia: volveremos a lo mismo, será el fin del capitalismo, emergerá una sociedad más “convivial” y con una mejor relación con el medio ambiente. The Economist afirma que el panorama para las empresas será muy desafiante: la recuperación del consumo será paulatina, habrán nuevos protocolos sanitarios, y nuevas formas de producir, comerciar y vivir gracias  a un mayor uso de las nuevas tecnologías. Lo único cierto, que sí sabemos por experiencia histórica, es que las grandes crisis producen fuertes convulsiones políticas.

La crisis de 1929, por ejemplo, favoreció la emergencia del fascismo y la Segunda Guerra con su efecto reactivador de la producción, así como la crisis de fines del siglo XIX trajo consigo la Primera Guerra Mundial y el fin de tres imperios. Antes de la pandemia vivíamos una etapa en que, contradiciendo a quienes habían pronosticado un período de paz una vez disuelto el comunismo soviético, cundió el choque de civilizaciones, se expandió el terrorismo y emergieron diversas formas de populismo autoritario. Se acentuaron las diferencias sociales y el distanciamiento entre las elites y las poblaciones, en especial los jóvenes de clases medias emergentes defraudados por un desajuste entre las expectativas de progreso y movilidad social y la realidad de economías que iban perdiendo su dinamismo.

En esa ola, en nuestra región, llegaron al poder personajes disruptivos, las más de las veces ineptos para ejercer el poder, enarbolando la lucha contra la corrupción como bandera. Se planteaban como redentores frente a la pérdida de legitimidad de la democracia. Renacía el viejo populismo con un nuevo rostro.

La suerte de la democracia se juega, en gran medida, en la capacidad para enfrentar eficazmente la epidemia y sus efectos. No es el momento de las divisiones, ni las vacilaciones. Los gobernantes deben suscitar la solidaridad de la gente, que se siente indefensa y angustiada encerrada en sus casas. Ninguno se salvará solo.

Baricco, el escritor italiano, ha puesto el dedo en la llaga al señalar que quienes toman las decisiones enfrentan la crisis con las categorías mentales anteriores a la revolución digital. Es como si hubieran sido desafiados a un video juego y hubieran mandado al  frente a jugadores de ajedrez, sin percatarse que cambio la partitura. Están incómodos, prisioneros de esquemas mentales superados teniendo que enfrentar una realidad fluida y compleja, en constante movimiento, donde la información se difunde como el propio virus. Esta pandemia será la última conducida por una elite que está de salida.

Pese a todo, la crisis ha tenido un efecto positivo: ha vuelto a comunicar a la gente con la elite de la cual desconfiaba, y el clima político es hoy más dialogante y racional. En algunos países persiste la polarización; en otros hay una tendencia a los acuerdos.

Existen las bases suficientes para dar un salto al futuro. (El Líbero)

José Antonio Viera-Gallo

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