La independencia del castellano

La independencia del castellano

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Pronto evocaremos nuestra independencia. Celebración que comúnmente se asocia a un mero acontecimiento, sin entenderlo como un proceso en que tomó tiempo asimilarla y concretarla. Incluso, tardó más o menos según la realidad involucrada: política, económica, cultural, etc. Respecto de este último aspecto, por ejemplo, un componente esencial que generalmente se pasa por alto es la lengua castellana.

Durante los siglos coloniales, y por una serie de factores, ella no logró difundirse entre la población amerindia, de manera que las nuevas repúblicas debieron asumir una carencia importante, toda vez que la lengua es una manifestación de identidad y toda nación naturalmente aspiraba a tenerla. Todo un desafío, por la diversidad de etnias con diferentes estadios de desarrollo, con lenguas locales y con una gama de castellanos con rasgos propios, según fuese la procedencia regional de los colonos españoles. Claro que el fenómeno no afectó a todos por igual. Hubo pluralidad de situaciones.

En este sentido, el panorama obligó a discurrir estrategias de castellanización funcionales a la realidad de cada república, pero obligadas a usar el idioma monárquico, aunque también de dirigentes y sociedad criolla. No fueron pocos los que propusieron conseguir la independencia lingüística para consolidar la independencia política, juzgando al español como lengua atrasada, que impedía comprender los adelantos científicos, el progreso, la modernidad.

Hombres letrados, políticos y militares, ilusoriamente, aspiraron a desplegar en estos territorios una lengua distinta del castellano hispano y no faltaron quienes destacaron las diferencias entre el español peninsular y la lengua “nacional”, conforme se utilizaban expresiones propias. Se conocen debates protagonizados por especialistas.

Un defensor de la autonomía del idioma americano fue Domingo F. Sarmiento, argentino que huyó de la dictadura de Juan Manuel de Rosas, radicándose en Chile (1841-1845). Fue a propósito de un artículo anónimo de “El Mercurio” donde se citaban palabras con significación muy dispar al castellano, para justificar así la existencia de una lengua diferente. Aseveración que Sarmiento apoyó, sosteniendo que el idioma popular es legítimo, criticando de paso a los empeñados en conservar “la rutina”, las tradiciones, esos retrógrados que creen tener derecho a sancionar “corrupciones del idioma” (1841).

Quien le salió al ruedo fue nada menos que Andrés Bello, defendiendo a los gramáticos, por tratarse de un cuerpo sabio que sirve a la sociedad, al pueblo, evitando que “cada uno hable como se le dé la gana”. Para Bello, el pueblo no era soberano en materia de lenguaje, como suponía Sarmiento. De admitirse las ordinarieces del populacho, se caería en la degradación, como “ya podía apreciarse en el vulgo americano”. Para el contradictor, la lengua “pertenecía al pueblo, [el cual] es dueño de su destino”, y modifica el idioma como le place de acuerdo a sus necesidades. Aquellas sanciones de la academia, del idioma “culto y purista”, le parecían improductivas y artificiosas, argumentando que los diccionarios recogen palabras, no las inventan.

La disputa se dilató, al punto que a fines de 1843 continuaba. Sarmiento optaba por distanciar el castellano americano del español y, en su opinión, nada podía hacer el academicismo por la fragmentación del idioma. Bello, en cambio, intentaba conservar la integración del mismo siguiendo los dictados de la Academia. Sarmiento optaba por ajustar la ortografía a la fonética y aceptar las diferencias americanistas. Citaba ejemplos, entre varios: “dejar de usar la z”, porque ese sonido no existía en el idioma de América.

Finalmente se impuso el castellano americano en nuestro continente, fragmentándose en dialectos. Incluso cada lector puede haber constatado o escuchado un hablar auténticamente chileno, un “destilado”, nada de pulcro por lo demás… ¡Qué diría el insigne Bello!

 

Álvaro Góngora/El Mercurio

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