Inseguridad ciudadana y cárcel

Inseguridad ciudadana y cárcel

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El ministro de Justicia abrió una caja de Pandora. Al instruir a Gendarmería para que informe al Ministerio Público, a las cortes y tribunales penales sobre la cantidad de población recluida en los distintos penales, puso la situación carcelaria en la esfera pública y dio inicio a un debate que, afortunadamente, visibiliza la situación de las personas privadas de libertad.

No es la primera vez que lo hace. En distintos foros se ha referido al hacinamiento carcelario, al aumento de prisiones preventivas, así como a su excesiva duración; a la necesidad de que la sociedad civil se involucre en las tareas de reinserción que competen al Estado y que este no cumple adecuadamente; a la necesidad de que las universidades realicen estudios y fomenten la formación en criminología, y a la situación de las mujeres en prisión y su replicabilidad social.

El Ejecutivo no debe presionar al Poder Judicial ni al Ministerio Público para que evite dictar medidas cautelares o para que modere sus dictámenes. Qué duda cabe. Tampoco cabe duda de que quienes representan un peligro evidente para la seguridad pública deben estar recluidos. Ni hablar de los miembros de las bandas de crimen organizado. La duda que sí cabe es si, por ejemplo, las prisiones preventivas deben excederse de manera de satisfacer a una sociedad atemorizada por la delincuencia, sin considerar los riesgos que implica para la misma seguridad que delincuentes menores ingresen a penales donde la precariedad de su subsistencia y el contagio criminógeno atentan contra su posibilidad de reinserción.

El caso de las mujeres es especialmente dramático. Hasta hace un par de días, en la cárcel de San Miguel había 870 mujeres en prisión preventiva, 16 de ellas embarazadas. Es el mismo edificio donde no pudieron abrirse las puertas y el incendio de 2010 dejó el relato sobrecogedor de 81 presos que perdieron la vida, entre ellos un vendedor ilegal de discos. Es un lugar acondicionado para no más de 600 internas. Las gendarmes hacen lo posible, pero ellas también tienen miedo. Miedo de que una mujer vaya a dar a luz y no llegue la ambulancia a tiempo, miedo a que no reciban sus medicamentos porque los Cesfam no las inscriben, miedo a no poder impedir un incendio que cause nuevas muertes.

Sería un gran error que el temor, muy justificado, por cierto, que genera el aumento de la delincuencia impida entender que la cárcel no es una solución satisfactoria en el caso de delitos menores. Es más, es una tontera, porque las personas salen antes o después y en peores condiciones. Mucho menos para las mujeres, por su enorme replicabilidad social. La mayoría de ellas son jefas de hogar con un promedio de tres hijos. Una sociedad que no tiene en consideración el interés superior del niño, que por lo general es estar cerca de su madre, corre el riesgo de reproducir la delincuencia por el abandono en que quedan esos hijos. El paso por un penal, por corto que este sea, separa a las familias, las empobrece, las enferma mental y físicamente.

Hay alternativas e iniciativas que el Estado debiera tomar en consideración. No solo la Ley Sayén para mujeres con hijos menores. También el cuidado de los niños debiera incentivar, para las madres, penas alternativas o su sustitución.

Especialmente, y en esto el ministro tiene toda la razón, la sociedad civil debe involucrarse para impedir que la cárcel sea un camino sin salida para personas a las cuales podría ofrecerse otra posibilidad. Las instituciones que trabajan en acompañamiento, capacitación y reinserción son una alternativa que el Estado debe apoyar —y no lo hace— en vista de su incapacidad para cumplir adecuadamente con este mandato.

Se agradece que el ministro de Justicia visibilice lo que la sociedad prefiere ocultar. (El Mercurio)

Ana María Stuven
Corporación Abriendo Puertas