Empleo, jóvenes y desafíos educativos-Harald Beyer

Empleo, jóvenes y desafíos educativos-Harald Beyer

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El año 2020 terminó con una tasa de ocupación 7,3 puntos porcentuales más baja que la registrada a fines del año inmediatamente anterior. Hay que retroceder 25 años para observar tasas parecidas (aunque las comparaciones requieren cautela por diferencias metodológicas). En algún momento el impacto fue más pronunciado: en el trimestre móvil mayo-julio pasado la tasa de empleo fue inferior en casi 13 puntos porcentuales a la observada en igual período de 2019. Este cambio y otros factores permiten ser optimistas moderados respecto de que la recuperación del empleo podría ir más rápido que en recesiones anteriores, pero aun así corresponde estar atentos a rigideces o persistencias que pudiesen detener o afectar una positiva evolución en los próximos meses.

Ahora bien, shocks como los enfrentados por el mercado del trabajo en esta ocasión impiden detenerse en fenómenos que sugieren problemas más permanentes. La caída en las tasas de empleo antes mencionadas fue muy diferente para distintos grupos de edad. Particularmente aguda fue en el grupo de 20 a 29 años, donde el retroceso fue poco más de dos puntos porcentuales superior al promedio. Es aquí quizás donde se pueden encontrar mayores dificultades para la recuperación del empleo. Para este grupo, particularmente hombres, las oportunidades de empleo llevan una década de deterioro. Así, por ejemplo, para los hombres de 25 a 29 años la tasa de empleo más alta en las últimas dos décadas se alcanzó en 2011 llegando a casi 80 por ciento. En 2019 era cinco puntos porcentuales más baja (si se extiende el rango de edad hasta los 34 años la tasa de empleo bajó de 84,2 por ciento en 2011 a 79,6 en 2019). Para el promedio de los países de la OCDE, en el mismo período, la tasa de empleo de este grupo demográfico subió más de dos puntos porcentuales y superó en 8 la del grupo equivalente nacional. Para las mujeres del mismo grupo de edad dicha tasa subió en Chile poco más de dos puntos porcentuales, por cierto desde niveles más bajos.

Los datos de la Encuesta nacional del Empleo sugieren que este deterioro es especialmente fuerte en quienes no cursaron estudios superiores. A pesar de los avances en la cobertura de educación superior, un 50 por ciento de los hombres entre 25 y 34 años no cursaron este nivel educativo. Ahora bien, la educación superior tampoco es una garantía definitiva. Los niveles de ocupación de estos grupos no han retrocedido, pero tampoco han aumentado. Se observa, además, a partir de la Encuesta Casen, que entre 2011 y 2017 los ingresos del trabajo de los menores de 35 años con educación superior cayeron significativamente en términos reales, particularmente para los hombres (los de las mujeres se mantuvieron estables).

Estos fenómenos no han sido suficientemente estudiados y posiblemente no tengan una sola explicación. La caída relativa (no necesariamente absoluta) en los salarios reales de las personas con educación superior, después de varias décadas de alza, hasta cierto punto podía anticiparse como consecuencia del aumento relativo en la oferta de personas con educación superior, pero el problema tiene otras explicaciones. La menor capacidad de crecimiento que exhibe la economía hace un buen tiempo debería afectar con más fuerza a quienes se están incorporando a la fuerza de trabajo y los jóvenes son los que están al principio de esta fila. Por supuesto, también las transformaciones tecnológicas, que muchos auguran son ahorradoras de empleo (asunto discutible), podrían estar haciéndose sentir en las personas con menor experiencia, nuevamente los jóvenes. Ambos fenómenos —en especial la revolución digital— imponen enormes desafíos y estos recién parecen estar aquilatándose.

La velocidad de los cambios que estamos experimentando interpela —aunque no exclusivamente— al sistema escolar y superior. Diversas pruebas internacionales, pero no solo ellas, sugieren que nuestros estudiantes y egresados están lejos de acercarse a dominar habilidades indispensables para esa realidad. Nuestros jóvenes pueden estar sintiendo esos déficits y con ello frustraciones de consecuencias impredecibles. Las universidades, en particular, deben dejar de ser instituciones donde los estudiantes acumulan, muchas veces pasivamente, conocimientos especializados, para convertirse en instituciones de reflexión activa y creativa que ofrezcan trayectorias que permitan articular un pensamiento global y crítico. Se habla mucho de interdisciplinariedad como solución, pero a menudo es solo una forma distinta de asimilar conocimientos especializados. Sin embargo, es muy valiosa si contribuye a fortalecer el pensamiento antes mencionado. En nuestro caso, estamos avanzando decididamente en esa dirección y los resultados iniciales son muy interesantes, pero resta aún mucho camino.

Harald Beyer
Universidad Adolfo Ibáñez

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