«Las Confesiones» ha sido para mí un libro de cabecera, al que he vuelto una y otra vez, en distintos momentos de mi vida, una extraordinaria obra literaria, un hito de la larga y apasionante historia del autoconocimiento en Occidente. San Agustín, hombre de intensa vida sensual e intelectual, buscador insaciable, desgarrado entre sus ambiciones humanas y el anhelo de una vida perfecta, buscó una tarde la soledad de un jardín para estar solo, tal vez para tomar distancia de lo que lo angustiaba. Allí ocurriría el acontecimiento que cambiaría su vida para siempre.
Me lo imagino sentado debajo de una higuera, sintiendo esa opresión a la altura del esternón que experimentamos cada vez que nos acosa el sinsentido o el vacío, «la náusea» -diría Sartre-. De pronto escuchó la voz de un niño que parecía cantar en latín, y que probablemente jugaba en el jardín de al lado. La voz decía: «tolle, legere» (toma, lee). Era el inocente refrán de una cancioncilla, pero Agustín interpretó esa voz como una interpelación directa de Dios y abrió el libro de las Epístolas de San Juan que llevaba consigo, y más que leer (ya lo había hecho antes) fue «leído» por las sentencias de la Escritura. De ahí se desencadenó su súbita conversión: un Agustín moría y otro nuevo nacía. San Agustín dice: «No quise leer más, no fue necesario; pues apenas leídas estas sentencias, fue como si un rayo de certeza se hubiera difundido en mi corazón y todas las tinieblas de la duda se disiparon».
Solo un jardín, silencio, la voz de un niño, un libro: y sucede un acontecimiento de inmensas proporciones, que tendrá consecuencias no solo en la vida de un hombre, sino en toda nuestra civilización, pues el pensamiento de Agustín dejó enormes huellas en la historia del Occidente cristiano. Y eso ocurrió en una de esas horas que solemos llamar «horas muertas»: ellas son un paréntesis entre el ajetreo, el bullicio, el activismo. Son instantes breves, en que nos retiramos del mundo a estar a solas con nosotros mismos o con la naturaleza. Son de los pocos instantes en que podemos escuchar lo que antes estaba oculto entre una multitud de estímulos, partiendo por el latido de nuestro propio corazón. No hay nada que allí nos distraiga o entretenga. Es una prueba de fuego para saber si somos de los seres humanos que pueden estar solos consigo mismos o somos de los que no soportamos esa soledad. Ya lo advirtió Pascal en el siglo XVII: «Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación».
En esos remansos, o bolsones de vacío, nos pueden ser regalados una voz, un sonido, una imagen, una epifanía. Un encuentro. No necesariamente con la voz de Dios. Puede ser con el canto de un zorzal, con la luz del mediodía, o con el secreto del invierno. Esas horas muertas son más vivas que las horas en que vagamos entre las cosas y los otros, pero percibidos como «entes», sin tocar nunca su ser. Son las horas en que puede aparecer lo inesperado, eso que nos visita tarde, mal y nunca, pero que requiere de la «espera» .Y son esas sagradas horas muertas las que están en peligro hoy en nuestra sociedad del entretenimiento y la alienación digital.
¿Hubiera podido Agustín de Hipona escuchar la voz de ese niño en el jardín si hubiese estado contestando whatsapps? ¿No es ese el más grande peligro hoy: que haya cada vez menos «horas muertas» para escuchar el mundo y leerlo de otra manera, como lo hizo Agustín de Hipona esa tarde bajo una higuera?
Tal vez necesitemos oír la voz de un niño en el jardín del lado que nos diga: «Desenchúfate y escucha». Porque para poder leer bien el mundo debemos aprender de nuevo a escucharlo.