Editorial NP: «Aula Segura», libertades y castigo

Editorial NP: «Aula Segura», libertades y castigo

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La curiosamente accidentada y polémica tramitación del proyecto de ley del Gobierno conocido como “Aula Segura”, cuyo propósito es, simplemente, fortalecer las facultades de los directores de establecimientos educacionales para expulsar de manera inmediata a alumnos involucrados en hechos graves de violencia, muestra la obvia deformación que se ha ido colando en nuestras instituciones y cuya profundización amenaza con relativizar el conjunto de normas de convivencia que los ciudadanos nos hemos dado a través de los órganos democráticos pertinentes, poniendo en tela de juicio la función principal de éstas, cual es, resolver los naturales conflictos que se expresan en las sociedades libres, de modo pacífico y civilizado.

En efecto, dados los múltiples fundamentos axiomáticos y éticos de los diversos marcos teóricos desde los que se puede analizar la violencia, la insubordinación, delincuencia, crimen y castigo (v.gr. Montesquieu, De Tocqueville, Rothman, Marx, Foucault, Durkheim), hacen difícil y complejo establecer ámbitos comunes de experiencia que nos permitan avanzar hacia una convergencia que posibilite soluciones efectivas al problema, puesto que para unos esta violencia emerge de la injusticia, desigualdad o discriminación y/o, para otros, del vacío existencial del post modernismo desideologizado, del consumo conspicuo frustrado, o de esa natural insubordinación del joven frente al padre (o madre) autoritario en su proceso de individuación que solo exige «mano dura».

No obstante, el sentido común ciudadano -hasta hace poco relativamente condescendiente con las justificadas luchas estudiantiles, expresadas, incluso, con acciones rayanas en la ilegalidad- ha ido adhiriendo a la exigencia de que, el ya extendido matonaje estudiantil, las cada vez más habituales amenazas y agresiones físicas a profesores, directivos y auxiliares de la educación, las manifestaciones “políticas” de pequeños grupos extremistas en las cercanías de reconocidos colegios públicos -con su saga de graves ataques a patadas a carabineros y/o hasta profesores rociados con bencina-, requieren de la pronta aplicación de frenos normativos que muestren clara y fehacientemente los límites conductuales a los que todos los habitantes del territorio estamos sujetos, en una democracia cuyo corpus jurídico, si bien protege derechos humanos inalienables como el de expresión y reunión, también impone deberes, uno de los cuales es que, siendo el Estado resultado de la autoridad transferida al soberano para imponer castigos sobre quienes violan la ley legítima de la sociedad, la persona -bajo tal acuerdo social-también debe renunciar al derecho pre-político de imponer, individual o grupalmente, tales violencias a otros.

Es decir, no obstante que cada individuo tiene el derecho natural a defender la integridad de su propia persona “y las cosas del mundo que ha adquirido de acuerdo a reglas de apropiación adecuada” (Locke) y que, desde tal perspectiva, se pudiera entender que el matonaje estudiantil, agresiones a profesores o a Carabineros -como “símbolos de una autoridad o un Estado opresor que impide el ejercicio de mis derechos” (de allí slogans como “Quema un paco”-, resulta cada vez más evidente que esta violencia de los revoltosos no solo escapa a la proporcionalidad debida y vínculo causa-efecto entre reivindicación reclamada y persona agredida, sino que, sus consecuencias políticas afectan el corazón de la democracia y, por tanto, los propios derechos enarbolados, tendiendo, en cambio, por hartazgo, a arrastrar al conjunto social hacia una declive reactivo cuyas consecuencias Chile ya conoce.

Porque la propuesta del Gobierno solo busca ajustar una legislación presente que solo permite expulsar y cancelar la matrícula del estudiante cuando los hechos estén contemplados en el reglamento interno del establecimiento y bajo un procedimiento que dura al menos 25 días hábiles, sin la posibilidad de separar de inmediato al alumno o alumna involucrado, obligando al profesor, director o auxiliar de educación agredido, a convivir, durante todo el tiempo que demora el proceso, en el mismo lugar físico.

Si bien a la propuesta oficial pudieran reprochársele insuficiencias constitucionales como el derecho a la debida defensa -calificación que, en todo caso, asumiera la comisión parlamentaria respectiva y no el Tribunal Constitucional, pertinente al efecto- afectaciones de esa naturaleza solo terminan dilatando la tramitación de una ley que otorga instrumentos de disciplinamiento social básicos a los docentes para educar y enfrentar acciones que rebasan plenamente el marco del acuerdo de convivencia, tales como: el uso, posesión, tenencia y almacenaje de ciertos tipos de armas definidas en la Ley de Control de Armas (material de uso bélico, armas de fuego, municiones, explosivos de uso autorizado, sustancias químicas usadas para la fabricación de explosivos, bastones eléctricos o electroshock), y artefactos incendiarios, explosivos, y similares, como bombas Molotov; así como agresiones físicas que produzcan lesiones a docentes, asistentes de la educación y manipuladoras de alimentos. A mayor abundamiento, el alumno infractor expulsado continúa bajo la férula del Ministerio de Educación, quien debe reubicarlo en otros colegios, adoptando las medidas de apoyo necesarias.

En suma, no obstante la gravedad de las conductas antes tipificadas, el proyecto mantiene estos casos en el ámbito civil, pues ni siquiera aborda la violencia estudiantil extremista contra Carabineros, en la medida que esas conductas ya están debidamente regladas y, por consiguiente, los procedimientos, en tales casos, transitan por las vías penales correspondientes.

La demora y accidentada tramitación del mismo no es, pues, buena señal de parte de nuestros legisladores, quienes, por razones ideológicas, muy legítimas; jurídico-constitucionales, poco claras, o político partidistas, menos loables, no deberían, ni por un segundo, mostrar dudas en castigar/disciplinar/mejorar conductas que, por mero sentido común, no pueden ser avaladas bajo ningún pretexto ni circunstancia, en la medida que se trata de juventud en pleno proceso de maduración, naturalmente desafiantes frente a la autoridad, que está explorando tanto sus límites, como los de su entorno social, con miras a su futura integración al mismo, de modo viable, y que, más allá de su eventual actual filiación a ideas revolucionarias que avalan la violencia como método de lucha, no son aun plenamente conscientes de sus actos, ni consecuencias.

La deficiente formación cívica de las últimas generaciones de estudiantes es un hecho público y notorio y la intoxicación ideológica de la que muchos de ellos han sido y pueden seguir siendo desprevenidos sujetos -terminando por verse a sí mismos como supuestas víctimas de “un Estado, una autoridad o de élites abusivas y opresoras” que justifican su incontinente expresión de pulsos biológicos en plena explosión hormonal- no deberían ser pábulo para una clase política que tiene la obligación de conducir a las nuevas generaciones hacia una democracia perfeccionada gracias a una participación cada vez más inteligente e informada de aquellos ciudadanos en formación, en la medida que, como ya hemos visto, se trata de quienes, en los próximos años, probablemente ocuparán puestos de mando respecto de los cuales hoy alegan injusticia, discriminación y abuso.

En tal caso, lo que se considera un “castigo desproporcionado” impuesto por el poder del Estado “a una simple infracción de un indefenso estudiante” -su reubicación en el aparato educacional estatal-, no es otra cosa que un esfuerzo social por reencauzar las descarriladas energías de aquellos jóvenes hacia conductas que no pongan en tensión las libertades y el derecho a la defensa de otros, sino que tampoco terminen por afectar la estabilidad de la democracia que hace posible la libertad y derechos a expresarse y opinar de los propios infractores. (NP)

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