Conversaciones: salir del confinamiento

Conversaciones: salir del confinamiento

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“La conversación es una de las formas más altas de la hospitalidad humana”, le escuché decir una vez al filósofo chileno Humberto Giannini, quien practicó el arte de la conversación pero también del diálogo (él distinguía una del otro) hasta su muerte. De hecho, falleció en una conversación con un joven periodista que lo entrevistaba. Qué forma tan coherente y bella de despedirse de la vida: conversando.

Una parte importante de la filosofía se ha hecho conversando. En toda conversación y diálogo hay siempre un riesgo, sobre todo si el interlocutor o contertulio piensa distinto a mí. Por no conversar, las diferencias de ideas terminan resolviéndose en guerras inútiles y fratricidas. Eso ocurre en realidad cuando las ideas o pensamientos se degradan en ideologías, cuando estas ofrecen una seguridad al que cree “poseerlas”, muy parecida al creyente que se aferra a una forma simplista de su fe. Nicanor Parra llamaba a las ideologías “caldos de cabeza” y decía que las guerras de religión eran “caldos de cabeza contra caldos de cabeza”. En realidad, son las ideologías las que poseen a los seres humanos, quitándoles su libertad interior. El fanático es un segurista que no entiende que la existencia humana es puro riesgo y que la democracia es puro riesgo también, y por eso se ajusta mejor que ninguna otra forma de organización política a la existencia.

Confieso que fui fanático en mi juventud, demonicé a mis adversarios, los convertí en caricaturas y me instalé por largos años en la comodidad mental del que se cree dueño de la verdad. Creí que el mundo se dividía entre buenos y malos en estado puro y, por supuesto, yo era parte de los buenos. Eso era comprensible en tiempos de dictadura: ante su atrocidad no cabían ambigüedades ni dudas ni vacilaciones. No había aquilatado todavía lo suficiente esa insuperable autodefinición de lo humano hecha por Nicanor Parra (¡otra vez Parra!): “soy un embutido de ángel y de bestia”. Tampoco había leído a Jung, quien descubrió que todos poseemos en nuestro interior una Sombra y que lo habitual es proyectarla sobre nuestros adversarios y no verla jamás dentro de nosotros mismos.

Sería tal vez mucho más fácil vivir en un mundo donde los buenos son muy buenos y los malos muy malos. Pero crecemos y uno de nuestros primeros duelos es darnos cuenta de que también hay maldad, mentira, sombra entre los nuestros (nuestro bando) y que hay adversarios a los que podemos admirar y apreciar incluso por encima de las ideas. Nada peor que limitar el círculo de nuestros interlocutores a los que piensan igual a nosotros, juntarse entre los “mismos” siempre, confinarse en nuestros respectivos monoteísmos. Si los teólogos católicos alemanes son de los mejores en el mundo, es porque les tocó coexistir codo a codo con los teólogos protestantes, debatir con ellos, aprender de ellos. Durante más de veinte años he dedicado una parte importante de mi vida a conversar con otros. Ha sido mi gran escuela. En un país como el nuestro, en que nos gusta tanto (por pereza mental) etiquetar al otro, me he dado cuenta de que nos falta más conversar cara a cara. Conversar, no denostarnos unos a otros como sucede en las redes sociales.

Escribo esto en medio de una crisis global sin precedentes que nos obliga a suspender el juicio y atrevernos a hacer preguntas que nuestras respuestas hechas y nuestros paradigmas propios ya no pueden responder. Si ya estamos confinados espacialmente, no lo estemos también mentalmente. No hay peores epidemias que las de la intolerancia y el fanatismo. Esta epidemia la vamos a superar, pero esas otras —y hay abundantes ejemplos de ello en el siglo XX— nos pueden llevar a grandes catástrofes. Los países que saldrán mejor de esta encrucijada serán los que conversen. No hablo de negociaciones con cartas marcadas, hablo de conversaciones en el sentido más genuino de la palabra. Como las que cultivaba el gran Humberto Giannini. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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