La paradoja de marzo

La paradoja de marzo

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Una de las circunstancias que envuelve el debate constitucional que debiera iniciarse ahora, la constituye una paradoja hasta cierto punto irresoluble: nunca se requiere más diálogo racional que cuando se trata de discutir una Constitución; pero nunca las condiciones de ese diálogo son más difíciles.

Marx dijo que las sociedades solo se proponen aquellos problemas que pueden resolver. La excepción parece ser (observa J. Elster) el debate constitucional: se plantea la necesidad de llevarlo adelante cuando las condiciones para su éxito son más difíciles.

¿De adónde proviene esa dificultad a la que Chile deberá hacer frente?

Desde luego, los debates constitucionales se plantean cuando existe una cierta ruptura del consenso. Todas las sociedades descansan sobre un acuerdo tácito acerca de la orientación y los límites de la vida compartida. La necesidad de una nueva Constitución surge cuando se arriba a la conclusión de que ese consenso ya no existe. Pero ocurre —y esta es parte de la paradoja— que sin un consenso mínimo ningún diálogo es posible. La primera tarea de la hora es, entonces, identificar ese consenso mínimo que haga posible el diálogo y la confianza en la palabra ajena.

Un consenso como ese no es fácil de identificar; pero algunos signos indican que existe.

La decisión común de contar con un procedimiento ya indica un camino. Cuando se conviene un procedimiento, y se hace de buena fe, todos los partícipes aceptan por anticipado el resultado que surja de él. Este es, claro que sí, un acuerdo meramente procedimental, un acuerdo acerca de la forma de resolver discrepancias y no un acuerdo sustantivo acerca de la forma de superar a estas últimas. Es cierto. Pero en condiciones modernas donde las formas de vida y puntos de vista proliferan, los acuerdos sustantivos son muy difíciles. En cambio, están a la mano los consensos acerca del procedimiento. Y esto no es, después de todo, una mala noticia: la democracia es, a fin de cuentas, un procedimiento. Y las sociedades modernas, plurales, solo pueden aspirar a una legitimidad procedimental de su vida en común.

Y ocurre que un procedimiento como el democrático tampoco es una forma vacía, sino que cuando se le mira con cuidado se descubren en él ciertos contenidos sustantivos que obligan a todos.

Por lo pronto, un debate constitucional como el que se ha decidido en Chile (y que comenzará ya en los próximos días), supone la exclusión de la violencia como medio para promover el propio punto de vista. Allí donde se convino el diálogo, la barbarie está excluida y el Estado cuenta con razones para reprimirla. Si no lo hace, incumple su deber. Allí donde los ciudadanos decidieron dialogar, el Estado debe impedir la coacción entre particulares.

Se suma a lo anterior el hecho que un acuerdo en torno al procedimiento supone, además, reconocer la igualdad de todos los partícipes y la legitimidad de todos los puntos de vista. No hay, pues, individuos con mayor capacidad de discernimiento moral o político que otros. Es un reconocimiento de una igualdad sustancial que todos los ciudadanos se reconocen recíprocamente.

Y lo más importante (aunque como se dijo al inicio es también lo más difícil), el acuerdo en torno a un procedimiento supone un diálogo en el que se intercambien razones, y donde los partícipes se comprometan a dejarse persuadir. Un procedimiento como el que se ha convenido, y que ya empieza, no puede ser un simple agregado o suma de preferencias, sino que debe ser un debate amplio y abierto acerca de las mejores preferencias que los ciudadanos debieran tener. Las sociedades debaten constituciones no para sumar lo que los ciudadanos quieren o anhelan, sino para discernir qué es lo que deben querer o anhelar cuando, luego de dialogar, consideran todos los intereses y escuchan todos los puntos de vista.

En esto, la política democrática (al revés del simple quehacer plebiscitario) se parece a la ética: no se trata de saber lo que usted quiere o desea, sino de averiguar racionalmente, y a través del debate, qué es lo que debe querer o desear. (El Mercurio)

Carlos Peña

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