Voto involuntario: oxímoron democrático

Voto involuntario: oxímoron democrático

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Parece sensato, si una estrategia adoptada con un propósito determinado produce consecuencias que lo malogran, que los conductores del proceso decidan rectificar y redefinir sus métodos. No hay nada malo en ello. Sin embargo, cuando la enmienda propuesta preanuncia aún mayores calamidades, lo sensato es volver sobre el diagnóstico que ha recomendado el cambio e intentar descubrir las verdaderas razones detrás del fiasco original de aquella.

En efecto, como se sabe, desde el 31 de enero de 2012 rige en Chile la Ley Nº 20.568 que regula la inscripción automática y el voto voluntario, una modificación de contenido libertario frente a una anterior legislación que sostenía la obligatoriedad del mismo, aunque solo para quienes hubieran decidido hacer uso de ese derecho, mediante su inscripción voluntaria en los registros electorales.

De aprobarse la nueva estrategia, y tras el fracaso de la propuesta para la desinscripción voluntaria en la Cámara, Chile se ubicaría como el único país del mundo que mantiene un sistema de inscripción automática y voto obligatorio, es decir, transformándolo en un deber cuya falta legitimaría un castigo por parte del Estado a todo inscrito en los registros -que hoy son todos los mayores de 18 años- que no cumpliera con el rito del sufragio.

Los orígenes de este cambio de estrategia en marcha en el Congreso se explican por la evolución de la participación ciudadana en los actos electorales de las últimas décadas. Hasta antes de la aprobación del voto voluntario, en el plebiscito de 1988 votaron 7,4 millones; a las elecciones presidenciales de 1989, 7,2 millones, similar a la de 2005 en primera vuelta aunque cayó a 6,95 millones en la segunda Luego, en las elecciones municipales de 2006, la cifra no superó al 60% y así sucesivamente para llegar a niveles similares o inferiores al 40%, aunque con excepciones recientes como las del plebiscito constitucional que hicieron volver el sufragio a niveles similares a los de 1989.

Se ha ido observando, pues, un proceso aleatorio de atracción y vaciamiento de electores que se inclina hacia el desinterés, incluso al tiempo que el país perfecciona su sistema democrático en diversas otras áreas, pero que, en materia de participación alerta a los diversos sectores políticos que ven en este paulatino desaire ciudadano un detrimento para la democracia. No obstante hay quienes sostienen -no sin razón- que dicha caída es similar al de otras sociedades más desarrolladas -con una abstención del orden del 50%- y que la voluntariedad, como está instalada, no solo mejora la calidad de la democracia y de sus electores, promoviendo la participación de los más jóvenes, sino que exige a los incumbentes establecer un tipo de vínculos más conscientes y simétricos con los sufragantes.

Ingratamente, empero, una investigación de 2017 de Mauricio Morales mostró que la citada reforma hacia el voto voluntario e inscripción automática fue aprobada no tanto por las cualidades implícitas en la mayor libertad que implica la voluntariedad, sino que “producto de la interacción entre intereses estratégicos de la coalición de gobierno (de centro-izquierda en esa época) y de la oposición”. En efecto, dice Morales “mientras el gobierno impulsó la reforma creyendo que los nuevos votantes serían principalmente de centro-izquierda, la derecha lo hizo pensando en que sus nuevos electores tendrían mayor probabilidad de votar», dada la tendencia de una más alta participación entre quienes tienen mayor nivel de ingresos. A esto se sumó un amplio apoyo ciudadano a la reforma expresado en las encuestas (más del 60%), lo que presionó a los diputados por obvias razones de popularidad.

Sin embargo, el trabajo señala que, a poco, “constatamos que en la centro-izquierda hubo rápidas señales de arrepentimiento, pues el 70% de los diputados -en una encuesta hecha a meses de la reforma- se mostró partidario de (retornar) al voto obligatorio”.

Ya hacia fines del 2010, otra encuesta de la Universidad Diego Portales al conjunto de la Cámara mostraba que solo el 46,7% de los diputados apoyaba el voto voluntario y que, mientras los representantes de la alianza de derecha lo hacían en 66,7%, los de la entonces Concertación lo aprobaban en 25,9%.

Diez años más tarde y transcurridas varias elecciones, la tendencia hacia la abstención ha continuado y se observan nuevas caídas en la participación electoral con niveles inferiores al 50% para las elecciones presidenciales, y menores al 40% en los comicios de alcaldes y concejales.

En 2016, un estudio del PNUD señaló que la principal razón de las personas para no votar es el “desinterés con la política”. Un estudio de la Escuela de Ciencia Política de la U. Diego Portales (UDP) indica que entre quienes no votan, relevan no encontrar razones para ejercer tal derecho en la medida “que todo lo han obtenido por su propio esfuerzo y están satisfechos por sus logros”. Tal percepción es entendida como la emergencia de un fuerte individualismo, aunque, al mismo tiempo, los trabajos revelen que las personas no votan como resultado de “una gran frustración con el sistema político”.

En efecto, los ciudadanos que se abstienen regularmente “consideran que el sistema político genera mecanismos de escucha, pero después las decisiones son tomadas en otro lugar”. Es decir, quienes no votan no ven instancias de participación democráticas que se traduzcan en compromisos efectivos, al tiempo que, el sentirse escuchados no se soluciona con campañas. El problema está, pues, en la generación de efectivos espacios de participación, una tarea propia y exclusiva de quienes dirigen las orgánicas políticas respectivas y cuyo propósito es, precisamente, servir de aglutinadores de opinión y correas transportadoras de las demandas de sus simpatizantes y militantes hacia las instituciones del poder republicano.

Y si bien la mayoría de los consultados valora la participación, se critica lo que llaman “la cocina”, una práctica que hace percibir a los ciudadanos la votación y eventuales vínculos con los partidos, más un ejercicio vacío que un proceso efectivo de escucha-retroalimentación y decisión, amén de su opacidad y caldo de cultivo para la corrupción y quiebres de la correcta representación que estas conductas implican. De allí, pues, el explosivo crecimiento de otros movimientos sociales, single issue, desoligarquizados, de acciones colectivas apolíticas, focalizadas y que responden a demandas específicas.

De otro lado, un lenguaje crecientemente imprudente y pleno de ofertas populistas, estimulado por la necesidad de atraer más votos, ha hecho que las elecciones se asocien mayoritariamente “con mentiras, engaño, pérdida de tiempo, gastos innecesarios, derroche” y, sintomática, pero coherentemente, con aquel sentimiento expresado de no deber nada a la política de parte de unas capas medias que refieren una absoluta orfandad, alegando que la política beneficia a los de “arriba” y de “abajo”, pero no a esos sectores cada vez más extensos.

Así, la desilusión se ha instalado con fuerza como una justificación para no votar. Adicionalmente el descredito se va trasladando y el ritual cívico de antaño se pierde en un nuevo contexto en el que la política se reinterpreta como fuente de división del núcleo familiar, invitando a evitarla. Las generaciones más jóvenes, en consecuencia, eluden tales temas, produciéndose un distanciamiento relacional y generacional. Y aunque se acepta ampliamente que la democracia exige de políticos, se reclama falta de educación cívica e información pertinente para decidir. La “clase política”, entonces, se ve lejana, una elite aparte y la deriva lógica es la demanda por una representación de “alguien como yo”, que cumpla sus promesas, que sepa escuchar y que sea cercano “como los referentes de los medios de comunicación”.

Es decir, ni quienes votan coyunturalmente, ni quienes se han apartado definitivamente de ejercer este derecho atribuyen su alejamiento a motivos que pudieran encontrarse en sus propias insuficiencias, convicciones o ausencia de voluntad para participar, es decir, en la demanda, si no, por el contrario, en el comportamiento de quienes lideran la oferta, es decir, la propia clase política y sus orgánicas.

Entonces, ¿cuál sería la razón para que, abusando de su poder legislativo, una mayoría circunstancial de parlamentarios apruebe una modificación constitucional que reinstaure el voto como deber u obligación, al tiempo que la inscripción en los registros electorales siga siendo automática, instalando de ese modo una nueva carga ciudadana cuyo descrédito es consecuencia de la propia conducta de la oferta? ¿Por qué los ciudadanos deberían subsidiar con un traspaso de su voluntad a grupos y personas cuya incompetencia en su gestión ha provocado el descrédito que alejó a sus seguidores de su producto ideológico? ¿Qué tendría esta propuesta de diferente a la del abuso de aquellos malos empresarios que, aprovechando su poder monopólico, se coluden para obligar a los consumidores a comprar un mal producto o servicio?

Es cierto que cada derecho conlleva una obligación, en este caso, la responsabilidad de elegir a quienes tienen el enorme compromiso de conducir los destinos de un Estado cuya potestad puede imponer conductas no deseadas y hasta sanciones a sus súbditos y que, a mayor abundamiento, se financia con el producto del trabajo y la creatividad de los ciudadanos que ahora se busca obligar. Una carga tal resulta tan absurda como si el derecho de expresión se transformara en deber, haciendo obligatorio el manifestar las opiniones en el ámbito público, so pena de castigo.

Pudiera ser un atenuante que, en la discusión parlamentaria, se observe cierta mayoría que, o es partidaria del voto obligatorio, aunque volviendo a la inscripción voluntaria, (permitiendo la desinscripción realizada automáticamente que ahora ha sido rechazada por una mayoría de diputados); o imponiendo sanciones menores y/o evitando su materialización por imposibilidad de fiscalización efectiva del Estado, lo que añade aún mayor dislate a la propuesta de obligatoriedad, pues, un deber que no se cumple sin escarmiento es, en los hechos, ineficaz; letra muerta, especialmente si el proyecto no apunta, como en este caso, a las razones más profundas del desasimiento ciudadano con la actividad de sus representantes políticos.

La palabra voto proviene del latín “votum” y este de “vovere” que es “prometer solemnemente a los dioses”, so pena de que defraudada la promesa se penalice al defraudador. El voto compromete, pues, al votado y al de-voto a cumplir, cada cual, con lo ofrecido. El proyecto de reinstalar el sufragio obligatorio es, pues, no solo un contrasentido como “promesa involuntaria”, sino que constituye un ardid que intenta trasladar al promitente, lógicamente desilusionado, la causa de las contrariedades de legitimidad de los responsables originales de la confianza perdida.

Así las cosas, lo más probable es que la reforma en discusión en el Congreso resulte ineficaz para resolver el descrédito e ilegitimidad creciente de la política alegada al intentar resolverla mediante la aplicación de “remedio” no sobre la parte del adeudo que ha incumplido su promesa, sino sobre quienes se niegan a seguir concurriendo a un compromiso desbaratado por la otra parte. Es decir, añadiendo desvergüenza a la falta.

La libertad se entiende como un valor que opera en el ámbito de lo reglado -no como ley de la selva, donde no hay normas, sino la del más fuerte- por lo que posibilita a sus cultores hacer todo aquello que no esté dentro de lo que el conjunto social haya decidido prohibir para evitar que la libertad de unos aplaste la de otros. Dicho modelo de relaciones cívicas implica, empero, un riguroso cumplimiento de los compromisos aceptados, tanto a nivel general, como en los vínculos personales.

Elegir periódicamente a los representantes ciudadanos ante los poderes del Estado es uno de estos compromisos para sostener una democracia sana y si bien puede ser entendido como una carga o deber para el elegido, en la medida que las normas a las que queda sujeto son irrenunciables y solo puede conducirse con arreglo a ellas, la transferencia de voluntad que el voto implica para el elector, conforma un acto de confianza cuya extensión se halla en el orden de los derechos, más que en el de los deberes, los cuales, al limitar libertades, tienen que ser prudentemente administrados por quienes han recibido su potestad coyuntural desde una decisión voluntaria de sus mandantes. El voto involuntario, por consiguiente, es una carga doblemente agraviante para el ciudadano: no solo lo obliga a transferir su soberanía de elegir bajo la amenaza de castigo, sino que traspasa un poder adicional a otros cuyas acciones ni los representan, ni les atañen, sino que, eventualmente, terminan por perjudicarlos. (NP)

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