Un nuevo sóviet

Un nuevo sóviet

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Ciertas izquierdas llevan en la sangre “el espíritu de sóviet”.

Ya en 1932, durante los agitados días de la República Socialista, el Partido Comunista formó una asamblea revolucionaria que sesionó en la Casa Central de la Universidad de Chile. Bien nos ha recordado Mauricio Rojas, en “El libro negro del comunismo chileno”, que su propósito era oponerse al reformismo socialista, y que sus demandas más notables coinciden absolutamente con las del momento presente: devolución de tierras a los indígenas, conformación de una república araucana independiente, reducción de la jornada laboral, disolución de Carabineros, amnistía para los delitos políticos… Más de mil personas participaron en sus agitados e inútiles debates.

Cuarenta años después, en 1972, se constituyó en Concepción la Asamblea del Pueblo, reunión que congregó la participación de decenas de agrupaciones de las izquierdas chilenas. Desde el MIR y la fracción más dura del PS, hasta el MAPU, la Izquierda Cristiana y algunos radicales, los asistentes discutieron sobre cómo conformar un poder paralelo a la presidencia de Allende. Más de 30 oradores se dirigieron a las seis mil personas que coparon el teatro Concepción y la contigua plaza de la Independencia.

En esa ocasión, los comunistas se mantuvieron al margen, porque estimaron que aquel no era el momento adecuado para establecer una Asamblea del Pueblo.

Hoy, cincuenta años después de ese último empeño, es evidente que un grupo significativo de miembros de la Convención Constitucional ha procurado, desde el primer día, convertir su institución en un auténtico sóviet. Unos 55 convencionales, pertenecientes a variadas izquierdas, no cejan en su empeño por constituir un poder al margen de toda legitimidad, de toda institucionalidad, de todo control externo.

Que haya al menos media docena de grupos distintos en el izquierdismo radical, no invalida su propósito. Eso es muy propio de los sóviets: en sus etapas iniciales hay mucha diversidad, pero después las asambleas van decantando gradualmente hacia la hegemonía de los grupos más poderosos. Así sucedió en 1905 y en 1917 en Rusia (y antes, con otro nombre, en la Comuna de París de 1871), y esa experiencia ha sido muy estudiada por las izquierdas.

¿Qué es lo propio de la mentalidad de quienes conforman estas asambleas? ¿Qué es “el espíritu de sóviet”?

Una mazamorra en la que se mezclan marxismo duro y renovado con mesianismo sentimental, y a la que se suman unas enormes dosis de inexperiencia, aliñadas con abundante soberbia (y, a veces, con algo de locura). Esa amalgama es, además, muy proclive a la violencia, porque los diversos átomos que la forman tienden a la explosión. En efecto, los sóviets practican la violencia por dentro, intentando aniquilar a las minorías presentes; incentivan la violencia por fuera, haciéndose rodear de partidarios que exigen radicalidad, y postulan la violencia hacia adelante, en caso de que la asamblea fracase en sus propósitos. Además, les es consustancial la tendencia a culpar a otros por los efectos de sus desvaríos.

Todo eso ha estado presente en nuestra Convención Constitucional, o como triste realidad o como abierta amenaza.

Quizás ha contribuido a esa tendencia un hecho que diferencia al actual sóviet de los dos anteriores, los de 1932 y de 1972: en aquellas oportunidades, sus integrantes se arrogaron una autodesignación que nadie les había conferido. Hoy, para desgracia nacional, los convencionales de izquierda se creen investidos de una legitimidad que, aunque espuria, pueden fundamentar en la misma Constitución que desprecian y pretenden aniquilar. El Apruebo lo posibilitó.

Peor aún. (El Mercurio)

Gonzalo Rojas

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