Tierra arrasada

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La acusación constitucional contra el intendente Felipe Guevara sorteó su primera valla en la Cámara. Más allá de lo que ocurra luego en el Senado, la oposición volvió a mostrar que tiene poder de fuego y, más importante, está dispuesta a usarlo. Una seguidilla de acusaciones constitucionales podría fragilizar aún más al Ejecutivo, no solo porque lo forzaría a remover autoridades, sino también porque monopoliza toda la discusión pública. Ni la más ambiciosa de las agendas sociales podrá desplegarse correctamente si debe coexistir con una guerrilla política. A pesar de ello, y frente a un gobierno particularmente débil y desorientado, la oposición se está inclinando por aumentar la tensión y el conflicto.

Esta decisión puede explicarse por varios motivos. Parece estar operando, por ejemplo, una tentación parlamentarista. La sola idea de poder derribar ministros e intendentes resulta muy atractiva para cualquier asamblea. De hecho, tal fue la actitud de la oposición a la Unidad Popular, dando nacimiento a los célebres enroques de Salvador Allende. No obstante, se trata de una distorsión muy profunda de nuestro ordenamiento. El régimen chileno es presidencial, y la izquierda lo ha asumido así cuando ha ejercido el poder. No es serio que sectores democráticos se presten para una aventura de este tipo, que solo horada más nuestras dañadas instituciones.

Por otro lado, resulta evidente que el único modo que tiene la oposición para mostrar cierta unidad es el enfrentamiento con el Ejecutivo. En cualquier otra materia, emergen las naturales diferencias entre demócrata cristianos, social demócratas, comunistas y asambleístas de todos los colores. Con todo, esa unidad es muy ilusoria, pues solo tiene poder de destrucción. Eso podría servir, quizás, en otro contexto, pero acá no es solo el Gobierno el que está desplomado, sino todo el sistema. En ese sentido, incrementar el conflicto, alejándose de las preocupaciones ciudadanas, no le dará rédito alguno a la oposición. Dicho de otro modo, a un gobierno más frágil no le sigue —ni de lejos— una oposición más fuerte, sino simplemente el vacío. Por otro lado, en la acusación confluyen sectores que buscan explícitamente derribar al Gobierno, junto con otros que (aún) valoran la estabilidad institucional. Actuar juntos en las acusaciones vuelve muy difusa esa distinción y en esa lógica solo pueden ganar los más radicalizados.

Esto se vuelve más grave si consideramos lo siguiente. Estamos ad portas, si gana el Apruebo en abril, de iniciar un proceso constituyente inédito en nuestra historia. Pero no siempre somos conscientes de que ese proceso no llegará a buen puerto si nuestra política no logra abandonar la dinámica del conflicto. Resulta imprescindible, sobre todo en quienes son partidarios de una nueva Carta Fundamental, mostrar que hay disposición para emprender un esfuerzo de esa magnitud. Una Constitución no es un acuerdo sobre pensiones ni sobre salud, dos materias en las que nuestra clase política apenas logra consensos. Por lo mismo, es urgente tener el coraje de rehabilitar los acuerdos y el diálogo. La derecha ya entregó la Constitución, que era precisamente aquello que —según la izquierda— impedía una auténtica deliberación. En política hay que saber ganar sin humillar al rival, tal como en el casino hay que saber retirarse. En ese contexto, cuesta entender por qué los sectores moderados de la oposición no se deciden, de una buena vez, a establecer una relación republicana con el oficialismo. En ausencia de ella, puede ponerse en riesgo todo el proceso por el que tanto han luchado.

La nueva versión de la PSU de esta semana será un excelente test para saber dónde está parado cada cual: si hay violencia, ¿quiénes la seguirán legitimando, aunque fuera por omisión? ¿Quiénes estarán dispuestos a tomar distancia de quienes la legitimen? ¿Quiénes respaldarán al Gobierno en esa encrucijada?

Desde luego, nada esto implica negar que el intendente Guevara ha cometido errores gruesos. Su política de copamiento policial buscaba un objetivo elemental —restablecer el orden público en una zona abandonada por el Estado—, pero resultó ser muy contraproducente. Tampoco fue muy elegante, por decirlo de un modo suave, la manera en que se desentendió de decisiones de seguridad, dejando la responsabilidad en Carabineros: se espera más de un político medianamente avezado. Con todo, no le corresponde al Congreso hacer valer esa responsabilidad, sino al primer mandatario.

El acuerdo del 15 de noviembre, no lo olvidemos, afirma en su primer punto el respeto de la “institucionalidad democrática vigente”. Honrar el acuerdo también implica seguir las reglas, sin manipularlas ni forzarlas al extremo. Si el camino constitucional es tan importante para la oposición —y se entiende que así sea—, esta no debería seguir apostando a la tierra arrasada. De lo contrario, está jugando otro juego. Sería honesto, al menos, reconocerlo. (El Mercurio)

Daniel Mansuy

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