Sueños que se apagan

Sueños que se apagan

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La tenida de la Presidenta -la banda presidencial sobre un riguroso blanco, igual o casi a la que usó el año 2006- anunciaba lo que vendría en el discurso: la recuperación del tono que tuvo su primer gobierno.

Ese es quizá el aspecto más relevante de lo que ocurrió ayer.

La línea que separó a la Concertación de la Nueva Mayoría estuvo dibujada por la convicción de que el proceso modernizador que la primera impulsó amenazaba con fracturar a Chile y que, para evitarlo, había que corregirlo radicalmente. En la sociedad chilena, infectada por el mercado y el lucro -este fue el diagnóstico sobre el que se erigió la Nueva Mayoría-, latía un malestar subterráneo que amenazaba la cohesión, el sentido de comunidad y el bienestar. Todo eso requería -se dijo una y mil veces- impulsar reformas radicales, que alteraran las bases de la modernización. La reforma tributaria introduciría, por fin, justicia en la distribución del ingreso; la educacional, por fin, suprimiría la desigualdad de clases; la constitucional permitiría, por fin, que el pueblo tomara en sus manos su destino.

Esa línea, ese diagnóstico, principió a borrarse.

La reforma tributaria comenzó ahora a ser desplazada por la preocupación por el crecimiento; las promesas de la reforma educacional se morigeraron por el inevitable gradualismo; la nueva Constitución dependerá ahora de un «acuerdo político amplio».

Y las palabras encendidas fueron sustituidas por voces más neutras.

La palabra lucro, que hasta hace poco aliñaba todas las intervenciones, ahora se pronunció con razonable pudor y apenas tres veces (y no para designar un problema, sino nombrar una ley); la palabra mercado solo en ocho ocasiones y ya no en tono de reproche (en vez de ella la palabra crecimiento se ocupó 18 veces); y de la nueva Constitución se habló siete veces y luego de invocar al inofensivo ¡Fray Camilo Henríquez! (y sintomáticamente después de recordar que en el año 2017 se elegirá un nuevo Congreso, al que se le asignarán, por lo visto, características constituyentes).

En vez de la alameda de las grandes transformaciones que inflamaban el entusiasmo de algunos sectores gubernamentales y reverdecían los sueños que se habían enterrado, la Presidenta prefirió volver a la modesta, pero segura, senda de las prestaciones que en vez de entusiasmos históricos producen gratificación inmediata en la ciudadanía: mejora de las pensiones más bajas, suprimiendo el 5% que las gravaba; disminución del costo de la energía, especialmente para las localidades que soportan el costo social de producirla; gratuidad vía ley de presupuesto para quienes asistan a determinadas instituciones educacionales, etcétera. Y en vez de los diagnósticos de espesa sociología que se estaban haciendo frecuentes (pérdida del sentido de comunidad, malestar con el consumo, etcétera), el discurso reveló el profundo catolicismo del redactor (que a falta de algo mejor elevó a dos curas a guías del desarrollo histórico de Chile).

En suma, la Presidenta que volvió a Chile para asumir lo que se llamó la deuda pendiente de la Concertación (acabar con la desigualdad, desmontar la herencia de la dictadura, etcétera) fue ahora, vestida de blanco, igual que al asumir el año 2006, la que simplemente continuará su obra a punta de gratificaciones inmediatas: un tranquilo reformismo capitalista, aliñado con las exageraciones que reclama la indispensable retórica.

¿Hay algo de malo en todo eso? No, necesariamente.

Salvo el leve malestar que sentirán algunos miembros e intelectuales de la Nueva Mayoría: la inconfesable amargura que se experimenta al despertar de un sueño halagador.

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