Solidarnosc, cuando los obreros acabaron con el comunismo

Solidarnosc, cuando los obreros acabaron con el comunismo

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Por primera vez -y quizás única-, Europa occidental y esa parte central y oriental dominada por la URSS desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, coincidían en varios puntos respecto a los sucesos continentales. Primero, que el surgimiento de un sindicato enteramente independiente era una señal de hipotético colapso de un régimen en apariencias inconmovible. Segundo, que una atmósfera de incertidumbre se abalanzaba sobre todo ese espacio llamado por Milan Kundera la Europa secuestrada. Y es que aquella realidad monolítica y congelada en el tiempo, de servir de colchón a la URSS, parecía abrirse a nuevos derroteros geopolíticos, aunque nadie estaba en condiciones de sospechar cuál sería el destino.

Incierta se veía la reacción de Moscú. Hasta ese momento, desde aquella capital, siempre hubo señales inequívocas de estar dispuesto a usar toda su fuerza militar para mantener la llamada “comunidad de estados socialistas”. Y vaya que lo había demostrado con creces.

En 1953 -o sea ocho años antes de la construcción del Muro de Berlin-, los habitantes de la RDA dieron muestras de su inconformidad con el camino que se les había impuesto una vez finalizada la guerra e inundaron el país con manifestaciones de protesta. En 1956, los propios comunistas húngaros trataron de suavizar el régimen. También ese año, se registró una rebelión en la ciudad polaca de Posen. En 1968, los comunistas checos perfilaron una temprana “tercera vía”, con un proyecto elaborado por el ministro de Hacienda, Ota Sik y que denominaron mediáticamente socialismo con rostro humano. Ninguna de esas rebeliones pudo romper la rigidez de Moscú. Todas fueron sofocadas con tropas, tanques y con aviones, cuando fue necesario. Era la llamada doctrina Brezhnev. El gran apotegma de aquellos años y que rezaba, los países comunistas podían disfrutar sólo de soberanía limitada. Por aquello del internacionalismo proletario. Con un pequeño detalle. No era equitativo entre sus prosélitos. Los límites los determinaba Moscú y punto.

Pero 1980 se presentaba algo distinto. Leonid Brezhnev se encontraba gravemente enfermo (de hecho murió dos años después), y en el Kremlin se había enquistado una gerontocracia que empezaba a dar señales de no comprender el mundo emergente. Una de las más importantes señales renovadoras provenía de Europa occidental. Allí, los partidos comunistas –especialmente el italiano, francés y español- rompían con varios de los axiomas doctrinarios. Entre ellos, el de la lucha de clases (una especie de santo grial del marxismo leninismo) y la consecuente valoración real, y no utilitaria, de la democracia burguesa. Era el llamado eurocomunismo, un movimiento bastante popular en Europa occidental pero demonizado por Moscú y por prácticamente todos los comunistas latinoamericanos.

Luego, la intervención soviética en Afganistán, ocurrida el año previo, había terminado en un desastre político y militar. Con tal aventura, el famoso ejército rojo perdió su fama de invencibilidad, cayendo derrotado en un conflicto asimétrico con los talibanes. Afganistán fue relevante por dos motivos. Uno: por la deserción de militares provenientes de las repúblicas soviéticas con predominio musulmán hacia filas talibanes; una tendencia tan masiva como imprevista. Dos: por el silencioso, pero muy fuerte, movimiento anti-bélico, especialmente entre los jóvenes soviéticos, quienes jamás entendieron la razón de abandonar sus estudios para ir a una guerra carente de todo sentido. Afganistán fue el Vietnam soviético.

Esto permitía apostar a la imposibilidad de una nueva intervención militar. Y si el contexto geopolítico de la rebelión obrera polaca en 1980 era inédito por las dificultades en Moscú, también lo era en cuanto a asuntos domésticos. En el país se respiraba un ambiente distinto desde hacía dos años con la elevación a vicario de Cristo en la Tierra de un cura polaco llamado Karol Wojtyla. Su carisma engarzó de inmediato con la sociedad polaca. Además, la popularidad del nuevo Papa, que viajaba por el mundo entero, llevó a muchos países a compenetrarse con el drama de su país. La atención mundial se desvió necesariamente hacia esa convulsa zona del planeta.

La verdad es que la imposición del régimen pro-soviético tuvo dificultades de origen y, por lo mismo, todos los esfuerzos para ganarse la confianza de los polacos fueron inútiles. Por un lado, resultó inviable marginar a la iglesia católica, pese a la persistente represión. Ello debido a su prestigio, obtenido con su activo papel contra la ocupación nazi. Por otro lado, la intervención de Stalin en los asuntos polacos llegó a extremos inauditos como fue la acusación de “desviación nacionalista” a los comunistas locales, por lo que procedió a fusilar a casi todo su Comité Central para fundar, en su lugar, un partido enteramente marioneta. Cero legitimidad.

Tras la irrupción en el escenario, Solidarnosc obligó al gobierno (dividido, como es natural en estas situaciones, entre halcones y palomas) a sentarse a una mesa de negociaciones, cuyo objetivo se limitó a calendarizar el desmantelamiento del régimen. Sin embargo, faltaba -como ocurre en todos los procesos políticos turbulentos extremos- esa figura épica (el imprescindible mártir), que siempre ayuda a desencadenar el nuevo estado de cosas. Y éste cayó literalmente del cielo. Fue el joven cura Jerzy Popieluszko, cuya muerte en un interrogatorio policial, en 1984, desató una indignación nacional incontenible.

La alianza de la iglesia católica con el sindicato Solidarnosc selló la suerte del régimen. A su vez, la llegada de Gorbachov al Kremlin implicó el reemplazo de la doctrina Brezhnev por un punto de vista que su asesor, Gennadi Gerasimov describió como doctrina Sinatra; es decir, cada quien a su manera. En medio de tal ambiente, al régimen polaco (del que ya sólo quedaban las puras formas) no le quedó otro camino que llamar a una elección parlamentaria en 1989. El Comité Ciudadano, creado por Solidarnosc, arrasó y obtuvo todos los sillones del Legislativo. Al año siguiente, Walesa ganó la elección presidencial de forma igualmente arrolladora.

Mirado en retrospectiva, la importancia de Walesa y el sindicato independiente radica en haber encarnado la gran paradoja histórica, de que obreros hayan conseguido derrumbar un régimen que se auto-asignaba su representación. De paso fracturaron un bloque granítico. Terminó generando un cambio geopolítico que, como bien dice Timothy Garton Ash, cerró de improviso, y antes de tiempo, el convulso siglo 20.

Aquella extraordinaria paradoja dejó en evidencia las limitaciones teóricas de la ideología oficial de aquellos regímenes al adjudicarle una supuesta misión histórica a la clase obrera. Lo más probable es que Marx se haya revolcado en su tumba al ver que el proletariado -harto de ideas comunistas- lo único que deseaba era la introducción del capitalismo y a la brevedad posible. Se trata de una paradoja -tan única como especial- aparentemente olvidada en muchos países, donde los partidos sobrevivientes, o sus herederos, siguen hablando a nombre de “los trabajadores”, o bien buscando “nuevos sujetos sociales”. Muy curioso, pero el notable logro de la clase obrera polaca no ha sido olvidado justamente en aquellos países donde se vivieron experiencias colectivistas e igualitarias. (El Líbero)

Iván Witker

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