Presidenciales, la hoguera de las vanidades-Jorge Gómez

Presidenciales, la hoguera de las vanidades-Jorge Gómez

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Actualmente, en la política mundial y nacional predominan los vanidosos de todo tipo. En el caso de Chile, tal predominio se produce en parte por la ausencia de liderazgos, no en el sentido vano del término, sino en relación a la presencia de verdaderos líderes políticos. Piense por unos segundos en alguno, en serio. Probablemente pensará en algún candidato de los actuales o en algún jefe partidario, pero ninguno de ellos es lo mismo que un líder político. Abundan los candidatos para todos los gustos, hay buenos y malos candidatos en ese sentido, pero la duda es, ¿tenemos buenos políticos hoy?

La pregunta no es antojadiza si consideramos que cuando digo “buenos políticos” no me refiero a aquellos que son conocidos, ni a los carismáticos, ni a los creadores compulsivos de leyes, ni menos a los buenos agentes de relaciones públicas. Me refiero a los buenos líderes políticos. Y ojo, buenos líderes y no buenos jefes de partido, que son los que hoy predominan en la política chilena.

En 2019 se cumplirán 100 años desde que Max Weber ofreció su magistral conferencia Politik als Berufen en la Universidad de Berlín. Weber murió un año después sin ver en lo que terminaría su natal Alemania bajo la barbarie del colectivismo nazi y el ascenso de un vanidoso megalómano como Hitler. Actualmente, el contenido de tal conferencia, que mirada en perspectiva resultó casi profética, toma un nuevo sentido frente al auge de lo que denominó La política de la vanidad. Se torna pertinente para nuestro actual proceso electoral y político, donde muchas figuras políticas están preocupadas de las impresiones que generan en las diversas audiencias, pero no tienen interés en el sentido y fondo de lo que dicen o proponen. Como advertía Weber, caminan al filo de convertirse en comediantes. En Chile, varios de los precandidatos presidenciales de primera fila sin duda han cruzado esa línea, en algún momento, con su fraseología vacía y discordante. Varios de los que quedaron en el camino con precandidaturas testimoniales o que simplemente cumplen el rol de “galletas” para perfilar a otros candidatos, han sido simples bufones de un carnaval.

La ausencia de finalidad objetiva y la falta de responsabilidad eran, para Weber, los dos pecados mortales para quien aspiraba a ser político. Sin esas cualidades, no hay un político apasionado y responsable, sino que sujetos estérilmente agitados, que giran en el vacío y que carecen de toda responsabilidad en sus acciones. El hacer camino al andar o el pretender iluminar y purificar la política con santidad o juventud responden a esa carencia que, además, confunde la responsabilidad con la ostentación de la misma. Y es que como dice Weber, no todo se arregla con pura pasión, sino con mesura. Tampoco la simple juventud es garantía de buena política, como se plantea de manera presuntuosa, pues según decía el célebre sociólogo, “lo decisivo no es la edad, sino la educada capacidad para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a la altura”.

En Chile, la política de la vanidad tiene su origen en la concepción miope de la actividad política que se promovió públicamente bajo la idea de evitar las ideologías y la politiquería. Pero una política despolitizada, sin convicciones, y en extremo tecnificada o cosista, nunca ha sido el mejor remedio contra la polarización y la sobre politización de la sociedad. Al contrario, solo propicia la exacerbación del clientelismo partidario y electoral mediante la simple apelación a la emoción de las masas y los cazadores de cargos. Así, el rent-seeking se volvió un elemento central del quehacer político chileno, que convirtió a los partidos políticos en burdas agencias de empleo. No es raro que en Chile el tamaño de la burocracia estatal y el número de ministerios y organismos se haya ido acrecentando paulatinamente a medida que el fenómeno clientelar se acentuaba. Creando más burocracia, bajo la excusa de dar más ayuda, seguridad y protección para los desposeídos, los partidos políticos se están ayudando a ellos mismos, pues así pagan las lealtades de sus adeptos directos e indirectos.

No debería extrañarnos la calidad del capital social que predomina en los partidos políticos. Los cazadores de cargos cooptaron las organizaciones haciendo de los partidos, tal como advertía Max Weber, actores totalmente desprovistos de convicciones cuyos “mutables programas son redactados para cada elección sin tener en cuenta otra cosa que la posibilidad de conquistar votos”. Así, se elevaron los incentivos para que muchos quisieran estar en política no por tener grandes convicciones o ideales, sino para escalar al poder y usufructuar de los aparatos partidarios. Bajo este escenario, en una sociedad cada vez más reacia a la lectura, el demagogo en su sentido tradicional vuelve a operar bajo el prisma del homo videns. Ahí están los candidatos sin mucho fondo, pero con buena dicción. La política de los operadores ha dado paso a la política de los vanidosos.

Frente a esto, ¿a quién podemos considerar hoy un buen líder político? Para Weber, la política se hace con pasión, pero también requiere responsabilidad. Ambas cosas son esenciales para hacer una buena política y ser un buen político. Y la responsabilidad no es solo cumplir la ley o pretender, retóricamente al fin y al cabo, ir más allá de ella para satisfacer a la masa o la propia vanagloria. También se requiere el temple para poder decir: “Aquí me detengo”. Porque, tal como decía Weber en su conferencia, el político tiene que vencer diariamente a un enemigo muy trivial y demasiado humano, que es la falta de mesura frente a sí mismo. Por eso también suena absurdo cuando una candidata habla de una “política luminosa” al mismo tiempo que proclama un Estado más robusto. Vanidad absoluta.

En Chile faltan líderes políticos. Abundan los vanidosos. Y eso pasa porque nos hemos conformado con promover simples administradores de servicios, satisfaciendo deseos como elevar drones en el cielo o a muchachos que parecen más capellanes que políticos, con sus prédicas morales y sus aires evangelistas. Pero la política no es para los santos. Requiere equilibrios. No basta la pasión, pero tampoco podemos prescindir de ella, pues de lo contrario terminamos siendo meros ejecutores de políticas públicas o simples devotos del asistencialismo. Peor aún, podemos terminar cayendo bajo el encanto de políticos sin convicciones, sin propósitos, simples vanidosos que se vanaglorian de su alta moral, de su pureza y sus buenas intenciones. Es decir, sumidos en una hoguera de las vanidades. (El Líbero)

Jorge Gómez Arismendi, director de Investigación Fundación Para el Progreso

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