Políticos: demasiada ambigüedad-Andrés Berg

Políticos: demasiada ambigüedad-Andrés Berg

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Algo que caracterizó a la política chilena de la transición fue el uso de la ambigüedad. El éxito de la concertación, en efecto, se debió en buena parte a su utilización en el diseño e implementación de políticas públicas. Con una Democracia Cristiana a la cabeza, la Concertación supo aflojar las tensiones políticas y sociales propias de un país saliente de una dictadura militar que al mismo tiempo experimentaba uno de los crecimientos económicos sostenidos más significativos de occidente.

La ambigüedad comúnmente está asociada a una actitud política negativa―y con muchas razones―, algo así como una disposición de partidos y políticos por ocultarle a la sociedad sus motivaciones, ideas e intereses últimos, como también una instrumentalización de las políticas públicas para satisfacer fines privados. El uso de la ambigüedad, sin embargo, desde un ponderado constructivismo, tiene dimensiones positivas claves a la hora de hacer política: es una buena herramienta para reducir los conflictos propios de posiciones divergentes, da cabida al diálogo y deliberación en la agenda pública, permite flexibilidad en la implementación de políticas públicas con alto grado de conflictividad e incertidumbre, entre otras virtudes.

Con todo, la ambigüedad es una herramienta muy delicada que, para que cumpla con sus objetivos, debe ser utilizada sutilmente de manera que no genere suspicacia. Su uso excesivo, en efecto, tiene consecuencias políticamente nefastas, propaga la desconfianza y genera cuadros de incertidumbre nocivos en el contexto de una sociedad que, con un creciente acceso a la información y conocimiento, requiere cada día más de instituciones políticas que generen confianza. Así, durante la transición, este determinante de éxito se transformó en la mayor debilidad de la concertación: el desatado constructivismo y ambigüedad se esparció hasta adormecer el ideario de sus partidos. La derecha, al no ser desafiada por una izquierda acomodada en el cetro del poder, también se aturdió en el letargo intelectual descansando en un modelo económico que “funcionaba” y un sistema binominal que le aseguraba una importante cuota de poder (para una mayor comprensión sobre esto recomiendo “La derecha en la crisis del bicentenario” de Hugo Herrera y “Nos fuimos quedando en silencio” de Daniel Mansuy).

Así las cosas, a un mes de las elecciones presidenciales, la clase política no parece estar aprendiendo de nuestra historia reciente. En circunstancias en que la sociedad busca representarse en dirigentes confiables y reconocerse como ciudadanos miembros de una sociedad plural en lo político y económico, los candidatos en general no parecen comprender la necesidad de elaborar ideas y relatos capaces de captar la complejidad de los fenómenos sociales, reconociendo su diversidad y riqueza, para tener la capacidad de entregar respuestas plausibles a los problemas que surgen en el entramado social. Alejandro Guiller es, en efecto, entre todos los candidatos, el símbolo de esta incomprensión: cual gastado concertacionista, utiliza la ambigüedad a diestra y siniestra, rayando en la charlatanería, para mitigar la más mínima provocación de algún sentimiento que pueda incomodar a su audiencia. No se le puede acusar de estatista ni pro mercado, no es materialista ni idealista, ni político ni técnico, es otro autodenominado progresista más con pretensiones de neutralidad; alguna especie de arquitecto de una realidad que emerge del promedio de opiniones trending topic.

La ambigüedad, por supuesto, no es sólo patrimonio de Guiller―la tragedia de la DC, estimo, es causa de este mismo fenómeno―, sino también es parte de una cultura política que se asume derrotada por una realidad que, en alguna medida, todos construimos: que la política no es otra cosa que un juego por el poder. Por ello que las elecciones parezcan una suerte de concurso televisivo, con debates de un primitivo nivel de convivencia, como si la segunda vuelta se tratara de la gran final de un reality que tiene como premio La Moneda y donde todo lo que pase en los próximos cuatro años sea sólo la trama de los programas venideros conducidos por el mismo grupo de periodistas políticamente correctos devenidos en politólogos aparentemente neutrales y jueces del tribunal de la moral.

Insistir en la importancia de las ideas surge de una necesidad que no es obvia ni trivial. El trabajo del político es justamente el de representar a la ciudadanía a partir de un entendimiento de la sociedad anclado en ideas robustas, de modo que las buenas políticas perduren en el tiempo. En otras palabras, no hace falta sólo diseñar buenas políticas públicas―eficientes y efectivas para solucionar problemas sociales―, sino también es necesario que vayan acompañadas de un relato político capaz de sustentarlas. Sin ideas, sin un sano idealismo, difícilmente seremos capaces de comprender de forma objetiva la realidad ni menos podremos solucionar los problemas que acarrea una sociedad en deuda con la pobreza y los más vulnerables; por el contrario, nos dominará, como a Guiller y compañía, la ambigüedad y la subjetividad para extender, por unos cuantos años más, un infructuoso poder político. (La Tercera)

Andrés Berg

 

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