Pedro está llorando

Pedro está llorando

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Tengo la impresión de que ya nadie lee ni cuenta las historias bíblicas, como se hacía antes.

Gabriela Mistral tuvo la suerte de tener, en un entonces remoto valle del Elqui, una abuela que recitaba de memoria fragmentos del Antiguo Testamento y esa transmisión oral la marcaría a sangre y fuego como lectora exigente de «palabra viva». Todo le parecía artificial, retórico, en la literatura que leyó después, al lado de las historias vívidas de David o los clamores de los Salmos y la sabiduría del Eclesiastés.

Hoy uno encuentra ejemplares de la Biblia protestante en las piezas de ciertas cadenas de hoteles, y la mayoría de los que van a misa escucha con cierta distracción las lecturas bíblicas leídas y muchas veces mal leídas. Y la Biblia está repleta de pequeñas historias cargadas de intenso dramatismo y verdad humana. Pero ya no hay buenos narradores orales ni las abuelas tienen tiempo ya para contarles esas historias a los nietos y qué decir de los padres que prefieren delegar su papel de narradores a los dispositivos electrónicos, al punto que el inconsciente de las nuevas generaciones está poblado de los arquetipos de los videojuegos: héroes virtuales cuyo origen es un «chip» y no la carne y la médula humana.

Esos son héroes sin la sangre, el sudor, la pasión, la humanidad intensa de Abrahán, Judith, Noé o el rey Nabucodonosor. Lo mismo pasa con el Nuevo Testamento. Pero para leer u oír esas historias de los evangelistas hay que detenerse, acercarse y escuchar mucho y muy de cerca. La capacidad de síntesis de esos evangelistas era tan prodigiosa que es muy fácil pasar por encima de detalles significativos, sin «acariciar los detalles», como le exigía Nabokov a todo buen lector.

De todos los protagonistas y personajes de la Pasión de Jesús que se celebra en esta Pascua, la figura de Pedro es de las que más me conmueven. Particularmente en el momento de la negación de su Maestro. «Tres veces antes de que cante el gallo me negarás», le había advertido Jesús. Pedro no podía creer que su Maestro le dijera eso. Pero cuando Jesús es tomado prisionero, Pedro, cada vez que le pregunten por él, lo negará. Cuando se queda solo, se da cuenta de lo terrible que acaba de hacer.

Johann Sebastian Bach, en un aria de «La Pasión según San Mateo», convertirá el llanto de arrepentimiento de Pedro en música dolorísima y sublime. El cineasta ruso Andrei Tarkovsky usará ese tema de Bach en muchas de sus películas: incluso uno de sus personajes la silbará permanentemente como un leit-motiv de toda su obra.

Negar al Maestro es negar la propia alma, el propio ser. Es la desolación de darnos cuenta que, al primer obstáculo, no somos leales a lo más sagrado: a un Maestro, o a nuestras convicciones íntimas. El miedo nos gana. Y Tarkovsky y Bach y Pedro y cada uno de nosotros nos encontramos permanentemente en esa tenue frontera que separa la negación de la traición. «Uno se traiciona por lo menos tres veces al día», creo dijo ese Maestro que fue Godofredo Iommi.

Lo importante es no alejarse demasiado de nuestra propia torre de control al punto que ya no podamos regresar: eso se llama extravío. ¿Pero cómo permanecer fieles en la noche antes de que cante el gallo? El Miedo es mucho más que un estado anímico: es un territorio, es toda la realidad cuando vagamos sin quilla ni norte, como sonámbulos, como meros sobrevivientes. Es la Tierra Baldía. Es el desierto que avanza. Es nuestro mundo hoy: el tiempo de la sospecha, la desconfianza, la falta de fe.

Pedro no es un personaje literario: es un ser de carne y hueso, «nada menos que todo un hombre». Releo el episodio bíblico: me acerco a él, lo siento llorar desconsoladamente. Trato de entenderlo, de darle un «abrazo emocionado», como diría Vallejo. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!

Comienzo a silbar el aria de Bach, y no puedo parar. Pedro no me escucha silbar, solo llora… Y ahora, yo, sin darme cuenta, también estoy llorando. ¿Amaneció? ¿Todavía no canta el gallo? (El Mercurio)

Cristián Warnken

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