Partidos: comenzar de nuevo

Partidos: comenzar de nuevo

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La Presidenta es mujer de partido. Sus ministros, en su mayoría, también lo son. La coalición que la respalda está articulada en partidos. Al frente, se le opone un conjunto de partidos, a los que se suman un par de movimientos que aspiran a ser… partidos.

Qué tiene de extraño, entonces, que la crisis actual pueda adjudicarse a los partidos y sea, en sí misma, un drama de los propios partidos.

En efecto, desde el año pasado, todos los partidos políticos chilenos han provocado una crisis peor que la del 73, porque en esa oportunidad hubo claras diferencias de responsabilidad: a unos les fue imputable la agresión totalitaria y a otros se les pudo reprochar simplemente su gran lentitud para oponerse, aquella pasividad que las mujeres y los gremios suplieron y que las Fuerzas Armadas corrigieron.

Pero, en esta oportunidad, todos pecan de una extrema fragilidad institucional; a eso se suma, además, que unos y otros han cometido algunos pecados específicos. No se salva ninguno.

No puede extrañar entonces que una de las principales preocupaciones de la clase política sea una nueva ley de partidos: saben que están mal y desde las cenizas buscan reconstruirse. De ser considerados instituciones fundamentales para la democracia, hoy son percibidos como rémoras que dificultan la participación. Saben que hay que salir de esa situación.

Para eso, hay cuatro premisas que deben cumplir.

En primer lugar, deberán someterse a la exigencia más básica: sus padrones deberán ser actualizados. Hace ya unos cinco años sostuvimos que todos los partidos deberían reinscribir a sus militantes. Todos, sí todos. Ya en esa época era evidente que -en el mejor de los casos- en sus elecciones internas participaba menos del 30% de sus inscritos y que, en la peor de las situaciones, unos 600 a 800 consejeros ocultaban con su voto a decenas de miles de supuestos militantes, en realidad inscritos fantasmales.

En segunda instancia, ya que optaron por el proporcional suprimiendo el sensato binominal, deberán atenerse a una competencia abierta. No hay coherencia alguna entre el discurso que quería romper con los monopolios electorales y la desconfianza respecto de la creación de nuevos partidos. ¿En qué queda toda la retórica concertacionista sobre auténtica participación si termina impidiendo que nuevas fuerzas políticas puedan ingresar a la competencia? ¿Cómo podrían seguirse quejando todos los actuales partidos de apatía electoral si no facilitan el surgimiento de nuevas colectividades que puedan agrupar a unos doscientos a trescientos mil nuevos interesados en la política? ¿Habrá caos electoral y parlamentario? Quizás haya que pasar por esa necesaria purificación.

Una tercera condición es que quieran aceptar la consolidación de cuatro tipos de partidos, cuando en la actualidad solo existen dos especies. En el 2016 es deseable que haya tres colectividades doctrinarias en la derecha (conservadores, socialcristianos y liberales) y tres ideológicas en la izquierda (comunistas, socialistas y democristianos), pero será necesario que todas ellas acepten coexistir con nuevos partidos regionales y funcionales, de especial fortaleza. Eso no les gusta nada a las actuales organizaciones, porque ven menoscabado su afán monopolizador sobre las regiones y los temas.

Y un cuarto requisito es que acepten desde ya que el financiamiento -sea cual sea su fórmula concreta- debe consagrar dos principios: desde su bolsillo, todo ciudadano puede colaborar; y desde el Estado, todos los partidos legalmente inscritos deben acceder en paridad a esos fondos.

Es tan grave la crisis de los partidos que no cabe sino comenzar de nuevo.

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