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Elección presidencial y la Constitución resistente a veleidades

El país marcha hacia la segunda vuelta presidencial en el marco establecido por la Constitución Política del Estado. Ningún sector ha manifestado preocupación sobre las normas y procedimientos que aseguran la limpieza de los procesos electorales, ni tampoco respecto de las bases del régimen de libertades.

Todos los candidatos a la Presidencia y al Congreso compitieron dentro del orden establecido. No pocos partidarios de hacer desaparecer el Senado buscaron convertirse en senadores. Todos los partidos constataron que están protegidas las libertades de expresión, asociación y reunión.

Así las cosas, pareciera que no hubiera ocurrido todo lo que vimos hace 6 años, cuando las fuerzas que hoy gobiernan buscaron demostrar que Chile llevaba 30 años viviendo dentro de un orden ilegítimo, y fueron cómplices u observadores indulgentes de la violencia extrema y el intento de derrocar al presidente Piñera. En aquellos días, los parlamentarios frenteamplistas, comunistas, socialistas, pepedeístas y demócratacristianos pedían una asamblea constituyente, aunque se cuidaban de no mencionar la posibilidad de renunciar a sus cargos y dietas.

Es indispensable la lectura del ensayo “Dignos. Crónica del estallido social”, de Pablo Ortúzar. Tiene el gran mérito de mostrar las etapas de la crisis y el modo en que actuaron los diversos sectores. Muy revelador es el registro de las miserias del mundo político a través de los dichos de sus representantes. Relata, por ejemplo, la reunión del Consejo de Seguridad Nacional convocada por el presidente Piñera el 7 de noviembre de 2019, en la cual participaron los comandantes en jefe de las FF.AA., los jefes policiales, los presidentes del Senado y la Cámara, el presidente de la Corte Suprema, el contralor general y los ministros de Interior y Defensa.

“En la reunión -sostiene Ortúzar- se verifica la total soledad de Piñera en el poder. La sesión comienza con el presidente exponiendo la caótica situación de seguridad nacional en el país y las dificultades para restablecer el orden público. La respuesta inicial, sin embargo, lejos de respaldar al mandatario, es de abierta crítica tanto a su gestión como a la propia idea de reunir al consejo esa noche: el presidente del Senado (Jaime Quintana, PPD) señala estar en desacuerdo con la convocatoria del Cosena, pide que las actas de la reunión sean públicas, solicita que una misión de la Comisión Interamericana de DD.HH. visite Chile en atención a los casos de abuso policial y opina que deben abrirse canales de participación para una nueva Constitución”.

Esa vez, el presidente de la Cámara, Iván Flores (DC), también sostuvo que no correspondía la convocatoria del Cosena y que el problema era de orden público, en tanto que el contralor, Jorge Bermúdez, discrepó también de la convocatoria por ser “un resabio de una época pretérita de nuestra República, en que el poder civil estaba supeditado al poder militar”, y coincidió con Quintana en que el problema era de orden público. O sea, en las horas en que la estabilidad institucional y la seguridad nacional enfrentaban la prueba más dramática desde la recuperación de la democracia, los líderes parlamentarios y el contralor mostraron ceguera absoluta.

Como sabemos, la violencia empujó al país a una aventura constituyente que duró dos años. Entonces, el país buscó un remedio para una enfermedad que no existía. El problema constitucional fue una argucia populista, un pretexto para sacar a Chile de la ruta que le había permitido progresar como nunca antes en las décadas anteriores. Fue la fuga hacia adelante, que partía de la extravagante idea de que los violentos se iban a calmar con otra Constitución. Así, el Congreso renunció a su potestad constitucional y creó una especie de segundo Parlamento, la dichosa Convención, que ya sabemos hasta dónde llegó.

Fue corrosiva la mezcla de banalidad, indolencia y oportunismo en el mundo político. Chile tenía una Constitución que había sido legitimada por los ciudadanos en el plebiscito de 1988, y que luego, por iniciativa de todos los mandatarios, experimentó múltiples reformas. Esa es la Constitución que fue ratificada por una amplia mayoría el 4 de septiembre de 2022 como base de la convivencia en libertad. Sigue llevando, como es sabido, la firma de un gran presidente: Ricardo Lagos Escobar.

¿Qué opina hoy Boric de lo que llamaba “la Constitución de los 4 generales”?  ¿Tiene algo que decir después de haber estado protegido por sus disposiciones? Y los partidos que lo acompañaron en el gobierno, ¿tienen algo que comentar? ¿Alguna mínima idea del decoro los lleva a reconocer que tenían una visión profundamente distorsionada de la historia?

El país se salvó de una inmensa catástrofe gracias a que fracasó el plan destinado a “corregir” no solo la transición, sino la propia evolución de la República, al punto de que el plan de las izquierdas cuestionaba en los hechos el principio de que Chile era una sola nación. Los heraldos de la plurinacionalidad tendrían que dar muchas explicaciones, pero es poco probable que lo hagan.

¿Aprendimos algo de las convulsiones y confusiones de los años recientes? ¿Pueden producirse, como alguna gente teme, nuevos episodios de irracionalidad y violencia en la vida nacional? Imposible saberlo. Nada está escrito. En cualquier caso, debemos tratar de que lo aprendido ayer no se olvide mañana.

El nuevo gobierno debe contribuir, en las palabras y en los hechos, a consolidar la cultura democrática. Ello exige bregar por un compromiso de todas las fuerzas políticas de defender en cualquier circunstancia la institucionalidad que hace posible la vida en libertad. Los cambios que puedan venir deben contribuir a mejorar lo que tenemos y a cohesionar la nación. (Ex Ante)

Sergio Muñoz Riveros

Kast, Jara y sus referentes

Según varios políticos e intelectuales progresistas, si José Antonio Kast fuese elegido Presidente, Chile correría el riesgo de retroceder en materia democrática. Detrás de la tesis de que el país vive una “emergencia”, afirman, se ocultaría un programa destinado a transformar a Chile en un país “iliberal”, autoritario, antiidentitario y fuertemente nacionalista.

José Joaquín Brunner, Carlos Ominami y Manuel Antonio Garretón han sugerido que los referentes de Kast serían Viktor Orbán, Donald Trump y Giorgia Meloni; en América Latina, Javier Milei y Nayib Bukele.

En una columna reciente, Brunner expuso sus aprensiones a partir de una lectura crítica de los textos de Kast y su entorno. Con destreza, comparó lo que el candidato dijo en el pasado con lo que sostiene en la actual campaña. Su conclusión es tajante: detrás de políticas para solucionar urgencias inmediatas, Kast escondería un programa “iliberal” que solo revelaría después de llegar a La Moneda. Para reforzar su argumento, Brunner recurre a una amplia bibliografía de expertos internacionales.

Examinar ideas y trayectorias de los candidatos siempre es útil. La defensa de la democracia lo exige. Y, desde luego, es legítimo alertar sobre eventuales pulsiones autoritarias en cualquier sector político.

Hasta ahí, todo bien.

Pero hay un problema: nuestros autores han hablado solo de Kast. Han elaborado listas de supuestas amenazas antidemocráticas del candidato republicano, mientras han ignorado a la candidata Jeannette Jara, como si fuese la encarnación perfecta del ideal democrático occidental.

No lo es.

Jara es militante de uno de los partidos comunistas más ortodoxos y nostálgicos del mundo. Un partido que intentó derrocar a un Presidente democráticamente electo y que bregó por una nueva Constitución que eliminaba los cimientos democráticos nacionales, incluyendo el Senado de la República. Hoy, la candidata se escuda en una coalición amplia y utiliza el lenguaje de la socialdemocracia, pero su fidelidad al partido de Lautaro Carmona continúa, a pesar de supuestos entredichos entre ambos.

Siguiendo la lógica de Brunner, más de alguien podría sostener que Jara esconde bajo el poncho un programa autoritario, leninista y antidemocrático. Lo que dice hoy no coincide con lo que decía antes, y menos con lo que sostiene su partido. El mismo análisis que se aplica a Kast podría y debiera aplicarse a ella.

Jara no ha renunciado al leninismo. Y Lenin fue muy claro: el objetivo final era el poder total y la sociedad sin clases. Para lograrlo, había que distinguir entre táctica y estrategia, aprovechar correlaciones de fuerza, construir alianzas provisionales y avanzar o retroceder según la coyuntura. No es una idea descabellada conjeturar que eso es lo que está haciendo el PC de Chile por medio de la candidata Jara.

En 1973, inmediatamente después del golpe de Estado, el líder del comunismo italiano, Enrico Berlinguer, publicó sus “Tres tesis sobre Chile”, las que dieron origen al eurocomunismo. Berlinguer, Santiago Carrillo, de España, y Georges Marchais, de Francia, modernizaron el comunismo europeo, hablaron de “compromiso histórico” con las capas medias, la Iglesia y otros grupos democráticos. Entre los mayores detractores del eurocomunismo estuvo el Partido Comunista de Chile, entonces y ahora fiel a la tradición soviética, incluso después de la autodisolución de la URSS.

“Dime con quién andas y te diré quién eres” puede ser útil aquí. Hagamos un ejercicio simple usando el índice democrático de The Economist (escala 1-10). Un puntaje mayor de 8 es “democracia plena”; entre 6 y 8, “democracia restringida” (Chile está con 7.83); entre 4 y 6, régimen híbrido; menos de 4, autoritario.

Si tomamos como “amigos” de Kast a Orbán, Trump, Meloni y Bukele, el promedio de ese grupete es 6.6, correspondiente a democracia restringida.

Si tomamos como “amigos” de Jara a Cuba, Nicaragua y Venezuela, el promedio es apenas 2.4, un claro autoritarismo.

Pero dicen que los promedios engañan. Comparemos, entonces, el peor “amigo” del republicano con el mejor “amigo” de Jara. El Salvador, supuesto referente de Kast, tiene un pobre 4.6 en el estudio de The Economist. Eso es definitivamente malo. Pero es casi tres veces más alto que Cuba (2.58), el “más mejor” de los referentes de Jara, país que ella tildó de “democracia distinta”.

La democracia hay que defenderla siempre. Y para ello conviene hacer análisis completos y equilibrados, e identificar con claridad de dónde provienen los peligros. Entre Maduro y Meloni, no hay dónde perderse. (El Mercurio)

Sebastián Edwards

El fantasma de San Antonio-Kenneth Bunker

Una de las medidas más polémicas de la Convención Constitucional fue el intento de reemplazar la regulación de la expropiación. La primera señal llegó en febrero de 2022, cuando la Comisión de Derechos Fundamentales despachó un artículo que permitía expropiar bajo condiciones amplísimas, eliminaba el pago previo al contado y sustituía el “daño patrimonial efectivamente causado” por un vago “justo precio” cuyo monto y oportunidad definiría el legislador más adelante.

El argumento de la izquierda era que el derecho de propiedad no podía estar por encima de los derechos fundamentales de las personas.

Para alcanzar los dos tercios en el Pleno hubo que moderar la redacción. Luego de una negociación entre la izquierda del Frente Amplio y el Partido Comunista y la centroizquierda de Independientes No Neutrales y la bancada socialista, se aceptó el pago previo a la toma de posesión material, pero se mantuvo intacta la expresión “justo precio del bien expropiado”. El 4 de mayo de 2022 la norma fue aprobada con todos los votos de la izquierda y la centroizquierda a favor y todos los de Chile Vamos en contra.

El Rechazo sepultó aquel texto en septiembre de 2022. Sin embargo, la tendencia a relativizar el Estado de Derecho, que estaba detrás de la norma, y en general de la Convención Constitucional, nunca realmente desapareció por completo.

Cortesía del gobierno de turno, su espíritu sigue rondando la política chilena como un fantasma como se dejó ver con especial claridad en las decisiones que buscan poner fin a la mega toma de San Antonio.

Pues, a pesar de un fallo de la Corte Suprema (ratificado en marzo de 2024) y de la Corte de Apelaciones de Valparaíso (que el 5 de noviembre de 2025 fijó un plazo de 30 días para el desalojo), el gobierno decidió, a solo 48 horas del vencimiento, expropiar 100 de las 215 hectáreas ocupadas.

El problema es que lo ofrece el gobierno es una fracción de lo que parece ser el precio de mercado. Los propietarios habían presentado tasaciones independientes de entre 0,80 y 1 UF por metro cuadrado y, en negociaciones previas, habían bajado dos veces su pretensión, hasta llegar a 0,40.

El Ministerio de Vivienda no aceptó la propuesta y ahora, vía expropiación, impone 0,23, la mitad de la oferta más baja de los dueños, un tercio del valor de mercado real (que ronda las 0,6 a 0,7 en la zona) y casi un quinto de lo reportado por los tasadores.

La forma de abordar la mega toma de San Antonio por parte del gobierno no solo da para pensar sobre los desastrosa que habría resultado la propuesta constitucional de 2022 de haber sido aprobada, sino también sobre cómo la tendencia a relativizar el Estado de Derecho no ha desaparecido ni siquiera tras su supuesto entierro.

Es precisamente en este punto donde el caso de San Antonio deja de ser una excepción y pasa a funcionar como síntoma: las mismas lógicas que permiten el abuso que allí ocurre se observan en otras áreas donde la ley impera, pero su aplicación se diluye.

Cada ámbito tiene su propia dinámica, pero todos comparten el mismo espíritu: una aplicación selectiva del Estado de Derecho.

Algo similar puede observarse en las fronteras, por ejemplo. La brecha entre lo que la norma ordena y lo que ocurre en la práctica es evidente. La ley prohíbe el ingreso irregular, pero desde 2022 se han detectado más de 125.000 ingresos irregulares a nivel nacional (53.875 en 2022, 44.235 en 2023 y cerca de 27.000 en 2024, según la PDI), con Colchane como epicentro, concentrando más del 80% de las detecciones en Tarapacá durante 2022-2023, superando las 40.000 solo en esos dos años.

Algo no tan diferente ocurre en los colegios. Aquí también la distancia entre el marco normativo y la realidad cotidiana es imposible de ignorar. La ley establece que son espacios para el aprendizaje y prohíbe cualquier forma de violencia, pero desde 2022 las denuncias por agresiones y daños han aumentado un 21,7% respecto a 2019, según la Superintendencia de Educación. En el Instituto Nacional, por ejemplo, se registraron 174 sanciones por faltas gravísimas en 2022 y más de 39 eventos violentos con 35 detenidos en el año siguiente.

Y algo similar ocurre en la Macrozona Sur. Pocas zonas muestran con tanta claridad la distancia entre la ley escrita y su cumplimiento efectivo. A pesar de que la ley garantiza el monopolio de la fuerza al Estado y el libre tránsito de las personas, desde 2022 se han registrado más de 1.200 hechos de violencia rural (incendios, usurpaciones y ataques armados), con más de 80 atentados, según el Observatorio Crimen Organizado UNAB. En Temucuicui, la policía no puede entrar, volviendo el territorio un santuario de impunidad de facto.

Así, la pregunta que surge es si la falta de Estado de Derecho tiene que ver con la Constitución misma o con la voluntad—o falta de ella—de quienes deberían hacerla cumplir.

Quizás las respuestas las tienen los mismos involucrados.

El ministro Carlos Montes asegura que no hay alternativa viable para acomodar a las miles de familias de la mega toma, como si el deber de restituir el derecho vulnerado fuera irrelevante frente al hecho consumado.

El director de Migraciones, Luis Thayer Correa, dice que parte del problema en la reconducción de migrantes ha sido la falta de impresoras, como si la integridad territorial dependiera del número de enchufes en las casetas de vigilancia.

El ministro Nicolás Cataldo sostiene que el Mineduc “no tiene competencias para perseguir delitos”, como si garantizar entornos seguros no fuera una responsabilidad mínima del sistema educativo.

Así, suma y sigue.

Y en ese acumulado es donde se produce el giro político: cuando la ciudadanía percibe que la autoridad interpreta las reglas según conveniencia, la demanda deja de ser programática y pasa a ser orden. No porque cambien las preferencias de fondo, sino porque la incertidumbre sobre la aplicación de la ley desplaza cualquier otro eje.

Esto explica por qué es imposible desvincular la forma de hacer política del gobierno, que flexibiliza el Estado de Derecho, con la demanda de las personas por cambio en el ciclo electoral actual.

Pues, lo que permea al 70% de los votantes que votó en contra de la continuidad en la primera vuelta es la sensación de que el gobierno de turno aplica el Estado de Derecho a su propio modo, como si la justicia no dependiera de la Constitución ni de la ley, sino de su propia categoría moral y voluntad política. (Ex Ante)

Kenneth Bunker

La actitud conservadora

Muchos han caracterizado al conservadurismo simplemente como la postura política de quienes quieren mantener el orden vigente. Esta descripción es inadecuada. A veces han procedido de esa manera, pero en otras ocasiones han impulsado transformaciones de gran envergadura, como la que llevó a cabo Ronald Reagan a partir de 1980.

Si bien el conservadurismo no es solo una actitud, sino que también es una doctrina, no cabe duda de que existe algo así como una actitud conservadora, que, curiosamente, no es patrimonio de los conservadores doctrinarios. Así, entre los liberales, Bello es más conservador que los Amunátegui; Hayek mucho más que Friedman y, dentro de la izquierda, los radicales, a pesar de su nombre, mostraron en el siglo pasado un talante más conservador que los socialistas.

Hoy, que ha vuelto a hablarse de esta doctrina política, podríamos preguntarnos: más allá de sus ideas, ¿qué es lo propio de una actitud conservadora?

Un rasgo básico de ella consiste en entender la política como una actividad propia de la razón práctica y mostrar una verdadera alergia ante las actitudes hiperintelectuales y las fórmulas utópicas. Para la mentalidad conservadora, la política es una actividad eminentemente práctica. Por eso, los conservadores suelen ser vistos como gente no muy lúcida ni culta por parte de los amantes de novedades. Los liberales norteamericanos se reían de Reagan o de Bush padre, a quienes consideraban poco inteligentes, lo que revela una concepción muy unilateral de la inteligencia humana.

En segundo lugar, los conservadores establecen una suerte de presunción en favor de las instituciones. No resulta razonable exigirle a la propiedad privada, el parlamentarismo bicameral o la familia que defiendan su utilidad. Más bien, quienes tienen la carga de la prueba son los partidarios de abolirlas. Y si no nos entregan muy buenas razones, no estaremos dispuestos a discutir la conveniencia de eliminar instituciones que muchas veces han mantenido la humanidad durante milenios. A diferencia de lo que quieren los progresistas, las instituciones son justas mientras no se demuestre lo contrario. ¿Pueden cambiar? Sí, pero no al son de las modas y presiones de los exaltados.

También caracteriza el talante conservador el mantener un cierto escepticismo sobre las virtudes de nuestra política para hacernos felices. La política es solo la política y el Estado nada más que Estado: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno”, dice Hölderlin.

No es de extrañar, entonces, que la actitud conservadora prefiera las reformas a las revoluciones. Cuando un progresista oye la palabra “revolución”, la asocia a otras como “libertad”, “futuro” y “fraternidad”. El conservador, en cambio, piensa en las revoluciones reales y las vincula a términos como “huérfanos”, “incendios”, “robos”, “cárceles” y “violaciones”.

Otra nota típica de la actitud conservadora es valorar el clima político. La democracia y la política misma son plantas muy delicadas. Para crecer, ellas requieren una tierra que está dada por las buenas maneras, las palabras cuidadosas y el respeto a la herencia religiosa recibida de los antepasados. Sin un clima adecuado la política no podrá prosperar, y ese clima es aportado por instancias extrapolíticas a las que debemos proteger.

La actitud conservadora no nos dice nada respecto de los contenidos mismos de su doctrina, pero sí nos permite atisbar algunos de los peligros a los que está expuesta. Ellos no son, en principio, los que sus críticos imaginan cuando los describen utilizando una imaginación propia del mundo de las pesadillas.

Uno de los peligros de la actitud conservadora ha sido descrito por Bernard Crick, un socialista de talante conservador. Se trata de su tendencia a “estar por encima de la política”. Lo suyo es defender el orden del Estado o el mercado y mantener a raya a esos revoltosos que son los políticos. Esa actitud los lleva a recelar de los partidos y puede moverlos a hacer alianzas con quienes tienen los mismos adversarios.

Este estilo no político puede hacerlos caer fácilmente en argumentaciones puramente morales o económicas, según el caso. La moral y la economía son fundamentales, pero es necesario emplear también modos políticos de razonar, que se vinculan con el tipo de sociedad que promueven las decisiones que se adopten en la legislación o el gobierno.

Por otra parte, su sentido práctico, que es su gran fortaleza, puede derivar fácilmente en un burdo pragmatismo. Este peligro se ve en ciertos conservadurismos un tanto darwinianos, frecuentes en el mundo anglosajón. Ellos son muy cuidadosos para respetar las libertades políticas y económicas, pero carecen de sensibilidad respecto de los más débiles.

Las virtudes conservadoras, en suma, son muy sanas si se quiere mantener el orden social y fomentar el respeto a la legalidad en épocas turbulentas. Pero, como todo lo humano, no están exentas de riesgos. Es frecuente que los países confíen en los conservadores cuando se encuentran ante situaciones de emergencia; pero es necesario que estén atentos para evitar que, por causa de la emergencia, terminen por descuidar precisamente los bienes que buscan defender. La confianza que el país parece querer depositar en ellos no solo constituye un honor y el premio a un buen trabajo: también envuelve una responsabilidad. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

La República de Weimar y el Metro de Santiago

He mencionado antes en este espacio el libro “El fracaso de la República de Weimar” (Taurus, España, 2025) del historiador y periodista alemán Volker Ullrich, un análisis profundo y no desprovisto de dramatismo de la breve historia de la primera democracia parlamentaria en Alemania (1918-1933). La intención declarada del autor en la primera línea de su obra es mostrar que “Las democracias son frágiles. Pueden transformarse en dictaduras. Libertades que parecen firmemente conquistadas, pueden desaparecer”. Y advierte: “Nadie que se ocupe de la cuestión de cómo y por qué mueren las democracias puede pasar Weimar por alto”.

La constatación de las condiciones en las que se intentó sacar adelante este primer esfuerzo de construcción de una democracia liberal en Alemania podría llevar a concluir que el experimento estaba desde el inicio condenado al fracaso. Se trataba de un momento en que el país se encontraba asfixiado por las cargas que debió asumir como consecuencia de la derrota militar en la Primera Guerra Mundial y tenía una parte de su territorio ocupada por uno de los países victoriosos (Francia) que confiscó su producción. Durante ese mismo período debió sufrir una de las crisis inflacionarias más feroces que recuerde la historia junto a los efectos de la crisis mundial de 1929, en tanto que en el plano interno planeó permanentemente sobre ella la herencia autoritaria y militarista de la monarquía.

Sin embargo, no es esa la conclusión que deriva del examen de Ullrich. Más bien al contrario, su lectura lleva a la conclusión de que el colapso de esa primera expresión de la democracia en Alemania no fue inevitable, sino el efecto de errores e indecisiones políticas. De partidos políticos atrincherados en sus intereses e ideologías e incapaces, por ello, de construir gobiernos estables; debilidad institucional que contribuyó a un clima en que los asesinatos políticos, los atentados y los choques callejeros dieron lugar a una atmósfera de violencia permanente. En esas condiciones los sectores más vulnerables buscaron refugio en alternativas radicales de izquierda y derecha, lo que debilitó el centro, las coaliciones moderadas y el apoyo social a la democracia. La elección como presidente en 1925 de un conservador y monárquico abiertamente hostil al proyecto republicano, como Paul von Hindenburg, minó finalmente la legitimidad democrática en un proceso que terminó con la designación de Adolf Hitler como Canciller en 1933 y la destrucción final de la República.

El mensaje que puede desprenderse de esa lectura es, así, claro: la defensa de la democracia depende de decisiones políticas que la privilegien por sobre las ideologías o los intereses particulares de partidos o sectores sociales, así como de la existencia de instituciones capaces de reflejar auténticamente sus principios. Un mensaje que obliga a reflexionar sobre riesgos contemporáneos en el mundo y en nuestro país: la polarización, la fragmentación política, las crisis económicas, la debilidad institucional, la erosión de la confianza pública, entre otras características que ha tendido a asumir la sociedad global -características que están presentes en nuestro país- llevan inevitablemente a la conclusión de que las democracias pueden morir cuando nadie actúa para preservarlas.

En Chile estamos muy lejos de la situación que caracterizó la existencia de la República de Weimar. Sin embargo, su experiencia debe servirnos de advertencia. Ninguna democracia puede sobrevivir a una situación permanente de polarización extrema, que inevitablemente termina no sólo por erosionar hasta destruir la convivencia social, sino que, de manera igualmente inevitable, lleva a un pantano en que se hunden todas las posibles buenas iniciativas con relación al país. La fragmentación que se expresa en partidos que surgen y desaparecen con igual facilidad, la volatilidad que se manifiesta en parlamentarios y líderes políticos que cambian de partido, de ideas y de comportamiento induciendo cambios igualmente inmoderados en el electorado, no sólo no contribuyen a resolver los problemas, sino que se convierten en parte de ellos.

La solución, lo he venido repitiendo desde estas páginas, es salir de la trinchera, recuperar el principio de lo posible como guía de la acción y convertir los monólogos en diálogos con la mayor predisposición a oír al otro creyendo honestamente que ese otro puede tener ideas valiosas y es posible construir algo junto con él.

Lo que quiero decir se manifiesta de alguna manera en los primeros cincuenta años de existencia del Metro de Santiago. Los santiaguinos a veces nos quejamos de éste por la aglomeración en las horas de mayor afluencia o por la molestia que a algunos causa la presencia ocasional de vendedores ambulantes o artistas callejeros; sin embargo, no hay visitante extranjero que no se admire ante su eficiencia, limpieza y la belleza de algunas de sus estaciones. Es, ciertamente, un motivo de orgullo no sólo de los santiaguinos sino de todos los chilenos y chilenas y una muestra del progreso que nuestro país ha alcanzado en cincuenta años.

Pocos, sin embargo, tienen consciencia del significado más profundo de su historia. En 1969 el gobierno de Eduardo Frei Montalva aprobó el proyecto de su construcción y creó la estructura institucional para ejecutarlo. En 1970 esa construcción se inició con el tramo entre San Pablo y La Moneda y la obra continuó a lo largo del gobierno de Salvador Allende. En 1975 se inauguró el primer tramo de la Línea 1 entre San Pablo y La Moneda y entre 1975 y 1977 se extendió hasta llegar a la estación Escuela Militar. En 1987, siempre durante la dictadura militar, se abrió la línea 2 entre las estaciones Los Héroes y Franklin y luego se extendió hacia el norte hasta Puente de Cal y Canto. Durante los años 90 y durante los dos primeros años de gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia, se extendió la línea 1 hasta Los Domínicos y se inició el proyecto de la línea 5 que se inauguró en 1997. Más adelante se inauguraron las extensiones de la línea 2 hacia el sur y de la línea 5 hacia Maipú. En 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos, se inauguró la línea 4; durante el gobierno de Michelle Bachelet se inauguró la línea 6, y durante el gobierno de Sebastián Piñera la línea 3. Entre 2020 y 2025, durante los gobiernos de Piñera y Gabriel Boric, se ha extendido la línea 2 hacia El Bosque y San Bernardo, se amplió la Línea 3 hacia Quilicura, ha avanzado la construcción de la línea 7 y se han desarrollado planes para las futuras Líneas 8 y 9.

A lo largo de 50 años, gobiernos de derecha, de centro y de izquierda y una dictadura militar, dieron vida, desarrollaron y perfeccionaron esa obra necesaria, sin que ninguno se adjudicara el mérito exclusivo o intentara sabotear o eliminar lo que gobiernos anteriores avanzaron: exactamente lo inverso de aquello que llevó a la destrucción de la República de Weimar.

Un comportamiento que el futuro gobierno de Chile, que elegiremos en una semana más, ojalá tenga presente como ejemplo de apertura, colaboración y unidad nacional. (El Líbero)

Álvaro Briones

La brecha

Si las encuestas no se equivocan, la real incertidumbre ya no está puesta en quién ganará la segunda vuelta, sino en la magnitud del triunfo y de la derrota. De algún modo, la clave política que define al “movimiento de placas” por el que atraviesa la política chilena se juega precisamente ahí, en las distancias entre los equilibrios que había hace poco más de un lustro, y lo que hoy parece estar reconfigurándose.

En efecto, no es lo mismo si el próximo domingo la brecha entre Kast y Jara muestra un país todavía “binominalizado” (una diferencia igual o menor al 55-45), a si el candidato republicano termina por imponerse con una distancia más cercana al triunfo del Rechazo (una diferencia igual o mayor a 60-40). Si bien en ambos escenarios Kast tendrá la misma legitimidad como nuevo presidente, las implicancias políticas de uno y otro caso son completamente diferentes. Un gobierno que asume en un cuadro de relativos equilibrios tendría márgenes de acción muy distintos a los que se generan si la mayoría que lo respalda es inédita y abrumadora.

Sin ir más lejos, el resultado de la primera vuelta presidencial y de la parlamentaria ya mostró un contraste significativo. En la elección del nuevo mandatario los candidatos de derecha sumaron más del 50% y, los de oposición, en torno al 70%. En paralelo, la representante de las fuerzas del oficialismo -incluida la DC- no superó el 27%, es decir, el resultado presidencial mostró una brecha aún mayor a la del Rechazo y el Apruebo a la primera propuesta constitucional. Fue la magnitud de esa distancia lo que en la práctica dejó casi sentenciado el desenlace de segunda vuelta.

Pero el resultado en la parlamentaria fue diferente: la elección parcial del Senado dejó en un empate casi perfecto a oficialismo y oposición, y en la Cámara de Diputados el avance de la derecha fue mucho menos holgado que la brecha en la primera vuelta presidencial. También dentro de cada sector: la diferencia entre Chile Vamos y la nueva derecha en el Congreso es mucho menor a la distancia entre el resultado de Matthei y la suma de Kast y Kaiser. Asimismo, los números del socialismo democrático en relación a la izquierda radical fueron bastante más equilibrados de lo que pudo anticipar la abultada victoria de Jara sobre Tohá en la primaria oficialista.

Es la paradójica singularidad que está confirmando este proceso electoral: un desenlace presidencial más propio del Chile del Rechazo, pero con un parlamento que, a pesar de su fragmentación, mantiene ciertos equilibrios propios del binominal. Son dos realidades y dos tiempos en tensión, a las cuales el desenlace del balotaje aportará un ingrediente decisivo. Entre otras cosas, porque ello terminará de hacer más fácil o más difícil que el próximo gobierno pueda acometer su principal desafío político: dar conducción e identidad a una eventual nueva mayoría, el factor insoslayable para que los cambios y las rectificaciones planteadas, tengan un mínimo de viabilidad de mediano y largo plazo. (La Tercera)

Max Colodro

Gobierno de Benín anuncia «fracaso» de intento de golpe militar

El gobierno de Benín anunció este domingo haber «frustrado» un intento de golpe de Estado, horas después de que un grupo de militares informara en la televisión pública sobre la «destitución» del presidente Patrice Talon.

El ministro del Interior, Alassane Seidou, declaró en la televisión que «un pequeño grupo de soldados inició una sublevación con el objetivo de desestabilizar al Estado», pero que las Fuerzas Armadas y su jerarquía «lograron mantener el control de la situación y frustrar la maniobra».

El presidente Patrice Talon, quien debe concluir su segundo y último mandato en abril de 2026, se encuentra a salvo, según confirmaron fuentes cercanas a su entorno.

MILITARES GOLPISTAS

A primera hora del domingo, un grupo de uniformados autodenominado Comité Militar para la Refundación (CMR) afirmó haber tomado el poder a través de la televisión pública, cuya señal fue interrumpida poco después.

Sin embargo, una fuente militar confirmó que la situación está «bajo control», asegurando que los golpistas no lograron tomar «ni la residencia del jefe de Estado, ni la presidencia de la República». La fuente añadió que la «limpieza sigue su curso».

Testigos en Cotonú, la capital económica, reportaron haber escuchado «ráfagas de tiros» cerca de Camp Guezo, próximo al domicilio presidencial, lo que motivó a la embajada de Francia a pedir a sus ciudadanos que permanecieran en sus casas por seguridad.

Aunque el acceso a la televisión nacional y a la presidencia fue bloqueado por militares tras el intento de sublevación, el aeropuerto y el resto de la ciudad continuaron con su actividad habitual.

CONTEXTO POLÍTICO

La historia de Benín ha sido escenario de varios golpes o intentos de golpe. Aunque Patrice Talon es reconocido por el desarrollo económico, la oposición le reprocha un giro autoritario en un país que fue considerado modelo de democracia en África Occidental.

Este suceso se enmarca en una ola de inestabilidad en África Occidental, región que ha registrado numerosos golpes de Estado desde el inicio de la década en países como Malí, Burkina Faso, Níger y Guinea. (NP-Gemini-Emol AFP)

Condenados al subdesarrollo

Tengo la percepción que en los países desarrollados la gente maneja distinto. Evidentemente, es algo completamente subjetivo, las redes sociales también muestran casos de energúmenos en los países del primer mundo, pero mi experiencia personal es que la relación entre los conductores, por regla general, es de colaboración y buena fe en el respeto de las reglas. La interpretación primaria podría ser que gracias al desarrollo son civilizados, pero lo lógico es lo contrario, porque son civilizados es que alcanzaron el desarrollo.

¿Y qué es eso de ser “civilizado”? Fundamentalmente, es algo tan simple como vivir bajo ciertas normas comunes, que se respetan en forma natural por la inmensa mayoría de las personas, de manera que las conductas son predecibles. Esa predictibilidad genera confianza, de la que se derivan una cantidad enorme de consecuencias virtuosas. Un abogado diría que disminuye la conflictividad; un economista, que bajan los costos de transacción; y un empresario, que se genera un ambiente favorable para la inversión.

El gran encargado de generar ese orden normativo racional y de hacer que se cumpla, es el Estado. Esa función primaria es la que justifica y legitima su poder coercitivo, todo lo demás es secundario y viene por añadidura o, demasiadas veces, por exceso. Si las relaciones entre las personas se inspiran en un ideal de justicia, se genera verdadero sentido de comunidad, el ambiente donde florecen los atributos de la auténtica ciudadanía, indispensable para que exista un proyecto común.

La decisión de las autoridades en el sentido de resolver el problema de la toma de San Antonio mediante una expropiación va en el sentido exactamente contrario de lo que debe hacerse en una sociedad civilizada. Estamos frente a un Estado que premia el abuso, la utilización de la fuerza, la violación de la ley y, consecuentemente, del derecho ajeno. Se dice, para justificarlo, que se trata de miles de familias y que entre ellas hay situaciones sociales dramáticas, todo lo cual debe ser efectivo.

Como también lo es que entre los cientos de miles de personas que han seguido las reglas y que han confiado en el sistema también existen urgencias y dolores al menos equivalentes. Sin embargo, por apremiantes que sean sus necesidades, no han justificado por ello el uso de la fuerza para imponer una solución en su favor.

Esas personas, las que no se saltan las reglas, hoy tienen todo el derecho a considerarse ingenuos, incapaces de hacer lo que deberían haber hecho por sus familias y por ellos mismos. Así, en lugar de tener un Estado que promueve y premia la ciudadanía, tenemos uno que incentiva la anomia y que muestra al ventajista como el modelo a seguir. Al final, resulta paradojal que sea un gobierno de izquierda el que nos muestra que, para avanzar, todo vale. El personaje principal del “Lobo de Wall Street” como modelo.

El mensaje es claro: gire en doble fila, tómese el terreno, instale una barricada y lo escucharán. Estamos condenados al subdesarrollo.

Gonzalo Cordero

Abogado.

Un nuevo gobierno de las derechas

A estas alturas, el asunto ya no es quién ganará las elecciones. Esa página está prácticamente escrita. Lo que verdaderamente importa —lo que ya se cierne sobre el país como una bruma espesa que exige lucidez— es cómo gobernará Kast. Porque una cosa es diagnosticar el desorden y otra muy distinta es conducir, con coherencia política, un país cuyo deterioro institucional y productivo lleva más de dos décadas incubándose, silencioso y persistente, como un movimiento subterráneo de entidad.

El Congreso será un primer escollo. Aunque centristas, centroderecha y derecha son mayoría, la convergencia no será automática. Se necesitará arte de persuasión, porque estos grupos no sólo se han distanciado en el tiempo. Además, han desarrollado hábitos mentales, incentivos y racionalidades parciales específicas que no se desactivan con facilidad. Hoy los une el temor al comunismo; mañana volverán a afirmarse sus diferencias, cada una buscando fortalecer su propio nicho.

La formación del gobierno será la segunda prueba. Kast tendrá a mano cuadros provenientes de la UDI —él mismo, Squella, Álvarez—, pero en general los Republicanos carecen de experiencia en el gobierno, un saber práctico que no se improvisa. La derecha tradicional (RN y UDI) sí posee parte de ese capital institucional. Podrían sumarse figuras del grupo Amarillos-Demócratas. No así —conviene advertirlo— el piñerismo-ex-Evópoli, que no sólo fracasó al conducir la campaña de Matthei, sino que terminó por consumir autodestruirse en su mezcla de esteticismo liberal y tecnocracia sin sustancia.

Pero el problema más profundo es otro: las derechas carecen, desde hace años, de un pensamiento político robusto, de aquellos que orientan épocas y permiten articular una acción coherente en el mediano y largo plazo.

El último ideario articulado —el de Jaime Guzmán— fue hijo de otro tiempo: mercado como principio ordenador, Estado mínimo bajo subsidiariedad negativa, conservadurismo moral. Ese esquema sirvió mientras la política se trataba de contener al Estado y frenar la liberalización social. Pero sus límites quedaron expuestos cuando las derechas debieron gobernar.

¿Cómo orientar un gobierno desde una matriz que, en lo básico, desconfía del propio acto de gobernar? El 2011 lo dejó claro: ante las movilizaciones estudiantiles, la administración se paralizó. El lenguaje tecnocrático de la eficiencia no respondía a demandas cuyo trasfondo era político, redistributivo y de igualdad de oportunidades.

En lo económico, además, se evidenció, bajo los gobiernos de las derechas, que ellas llevaban años administrando los rendimientos decrecientes del ciclo exportador, sin haber diseñado un proyecto productivo de largo plazo, atrapada en un equilibrio de baja productividad que sólo unos pocos sectores concentrados lograban amortiguar.

Cuando Piñera retornó sin un discurso más denso, la historia se repitió. El estallido de octubre de 2019 mostró no sólo la fragilidad del sistema político, sino también el agotamiento de la matriz productiva: capital humano debilitado, informalidad creciente, innovación estancada, Estado fragmentado y sin capacidades estratégicas.

Fue en el interludio entre Piñera-1 y Piñera-2, en 2014, cuando escribí algo que hoy resuena, lamentablemente, con más fuerza que entonces: “Existe la posibilidad de que Piñera aparezca en un par de años como el especialista apto para restablecer los niveles de crecimiento. Vale decir, si tiene suerte volverá al poder. Pero hay un después de Piñera. E incluso Piñera necesita urgentemente un discurso más denso, si su nuevo gobierno ha de ser capaz de conducir con argumentaciones bien planteadas al pueblo en ebullición” (ver aquí).

Ese “después de Piñera” es precisamente donde estamos hoy. Y las derechas llegan a él con las manos vacías en el plano intelectual.

Siguen repitiendo la combinación de 1989: Estado reducido, mercado como principio absoluto y una moral sexual conservadora (o liberal, según la facción). La fórmula diseñada para un país -¡de hace 40 años atrás!- que ya no existe. Hoy enfrentamos algo completamente distinto. Consta una triple crisis, de seguridad, legitimidad institucional y productividad (estancada desde 1998). A ella se suman sistemas sectoriales en franco deterioro: educación colapsada, salud pública con gente muriendo en las listas de espera, territorios que se secan y se despueblan, incapacidad estatal para sostener bienes básicos, y la seguridad.

La doctrina Chicago-Gremialista simplemente no contiene respuestas para todo esto. Fue útil en otra hora; hoy es un ideario exánime. Si las derechas quieren gobernar, deberán pensar de nuevo. Y pensar en serio. No bastan peroratas ni exabruptos sumados al ideario caduco. Se requiere un nuevo proyecto político existencial.

Ese proyecto político existencial debe incluir la reforma profunda del sistema político, la modernización de la inteligencia y seguridad estatales, el fomento productivo de largo plazo, no de coyuntura; un sistema hidráulico nacional, estrategias de conectividad y colonización del territorio; integración real de los regímenes de salud e incentivos a la innovación capaces de romper el equilibrio rentista.

La pregunta decisiva es ésta: ¿Con qué visión doctrinaria, con qué noción de país, con qué principios se realizarán estas reformas?

Porque gobernar sin pensamiento es administrar la penumbra; y administrar la penumbra conduce, inevitablemente, al fracaso.

Se dirá que siempre ha sido más o menos así. Esto es falso. No siempre fue así.

En la temprana República —Portales, Bello, Montt, Varas—; en el Centenario —Encina, Edwards Vives, Tancredo Pinochet, Salas, Galdames—; en los grandes momentos reformistas de Ibáñez y el segundo Alessandri, las derechas chilenas tuvieron pensamiento. Tuvieron visión nacional. Tuvieron la capacidad de imaginar al país entero, como un todo, no sólo una planilla de eficiencia o una retórica moral, o un agregado de los dos.

Hoy esa visión no existe. Y sin ella, un eventual gobierno de Kast se enfrentará a sus límites, probablemente, antes de cumplir un año.

Urge, entonces, parir un nuevo pensamiento. Sin él, todo será, eminentemente, reacción. Con él, podría comenzar, por fin, una verdadera salida a la crisis que se abrió para el Bicentenario y que aún nos envuelve. (El Mostrador)

Hugo Herrera

Kast cierra campaña en Concepción con críticas a Boric: «No conoce Chile»

El candidato presidencial del Partido Republicano, José Antonio Kast, a sólo ocho días de la segunda vuelta que lo enfrenta a Jeannette Jara, realizó este sábado un acto de cierre de campaña en la Plaza de la Independencia de Concepción, Región del Biobío.

Durante su discurso, el abanderado opositor centró sus críticas en el actual Presidente, Gabriel Boric, en respuesta a la visión positiva que este manifestó en la reunión anual de la Sofofa, donde aseguró que «Chile no se cae a pedazos».

Kast interpeló al Mandatario, preguntando: «¿Qué parte de Chile ha visitado? Porque si uno va a cualquier consultorio, a cualquier Cesfam, se da cuenta del sufrimiento de las personas. No hay insumos, hay fármacos que están vencidos… ¿Qué parte visitó que le dicen ‘yo me siento tranquilo y seguro aquí en mi casa’?»

El candidato sugirió que si el Presidente puede «caminar tranquilo por algún sector», es porque «anda bien protegido», una realidad que, según él, no refleja la experiencia del ciudadano común. Por ello, interpretó las palabras de Boric como una señal de que «no conoce Chile».

Kast complementó su argumento enfatizando que si el país se mantiene en pie, es gracias a la «gente valiente que se levanta, que pone el hombro cada día y va a trabajar a pesar de las dificultades».

En su llamado final a los adherentes, Kast utilizó una frase que evoca el lema nacional: «Que nadie se pierda, esto no es por la razón, sino por la fuerza, y si no es por la razón, por la fuerza. Eso es lo que dice nuestro escudo». Asimismo, instó a los asistentes a comprometerse con la recuperación de «cada calle, cada plaza, cada barrio», haciendo un llamado a «cambiemos Chile, cambiémoslo de verdad».

Concluyó afirmando que esta no es «una campaña más», sino «la gran campaña para recuperar Chile, la gran campaña para que volvamos a tener esperanza, porque nos han dejado un país en la ruina». (NP-Gemini-Emol)