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Venezuela: ¿qué hacer?

El próximo gobierno deberá enfrentar las tres crisis de Venezuela: (1) la crisis migratoria, imposible de gestionar plenamente mientras no vuelva la democracia; (2) la amenaza a la seguridad regional, creada y promovida por la dictadura a través del crimen organizado, el terrorismo y el narcotráfico; y (3) las violaciones sistemáticas a los derechos humanos.

El futuro gobierno deberá diseñar una “Política de Venezuela” que se haga cargo de la crisis migratoria y de seguridad y, al mismo tiempo, mantenga una voz firme en defensa de la democracia y los DD.HH. No es fácil: las políticas de Bachelet, Piñera y Boric fueron criticadas, porque estas dimensiones suelen tensionarse. El pragmatismo nos dice que debemos mantener ciertos vínculos con el régimen de facto para gestionar la migración y tener una voz útil en una eventual transición. El principismo nos exige una postura clara sin dar gota de oxígeno a Maduro. Quienes han optado solo por el pragmatismo han descubierto que Maduro no es un socio confiable y han renunciado a sus principios con pocos beneficios a cambio. Los principistas, firmes en sus convicciones, tienen hoy la conciencia tranquila, pero se han vuelto testimoniales y acumulan problemas prácticos con Venezuela.

EE.UU., bajo su actual administración, traza un nuevo camino basado en la amenaza o el uso de la fuerza. Es una vía unilateral, muy alejada del derecho internacional y cargada de riesgos para la región. Ya lo vivimos en Panamá, Haití y Granada. Ojalá me equivoque.

Entonces, ¿qué hacer a partir del 11 de marzo?

Lo primero es reafirmar que la solución debe darse dentro del derecho internacional. La urgencia o la frustración —e incluso que el otro no respete las reglas— no justifican ignorarlas. En el derecho interno esto es evidente: que alguien viole la ley no nos autoriza a cometer delitos en represalia. En el plano internacional ocurre lo mismo. Sin normas esenciales como la integridad territorial, América Latina volvería a una época en que las relaciones se resolvían por la fuerza, y mañana Chile podría ser víctima de lo mismo.

Lo segundo es apoyar a la oposición venezolana para que ejerza plenamente el poder que ganó democráticamente. Para ello, debemos activar —en coordinación con otros Estados— el abanico entero de herramientas políticas y jurídicas que permite el sistema internacional, desde mecanismos multilaterales hasta sanciones colectivas.

Lo tercero es no perder el pragmatismo necesario para enfrentar los problemas actuales, especialmente la migración. El cierre de los consulados tuvo un costo enorme y deben restablecerse canales operativos con el régimen, aunque nos duela.

Es probable que la solución no venga de América Latina. Serán las grandes potencias con intereses en ese país las que abran el camino hacia una transición democrática. El rol de Chile es limitado, pero no irrelevante. El centro de nuestra acción debe estar siempre en el interés nacional, lo que hoy requiere pragmatismo, pero sin renunciar a una política exterior basada en principios, incluyendo la defensa de los DD.HH. y la vigencia del derecho internacional siempre. (La Tercera)

Benjamín Salas

Abogado, colaborador asociado de Horizontal

Eutanasia electoral-Luis Larraín

Llevo 35 años dedicado fundamentalmente a estudiar las políticas públicas, la mitad de mi vida. A ellos se agregan otros diez en labores de gobierno. Por eso, y mis lectores habituales lo saben, tengo posiciones bien definidas en la mayoría de los temas que se discuten en ese ámbito.

Sin embargo, hay algunos, muy pocos, en los que me resulta difícil adoptar una posición categórica. Ello suele ocurrir especialmente cuando hay cuestiones valóricas involucradas: el derecho a la vida, la soberanía de la voluntad, la sinceridad y la hipocresía. La eutanasia es uno de esos temas, el aborto es otro.

Siempre la literatura entrega una guía para avanzar en una posición y tratándose de temáticas muy actuales, son autores contemporáneos quienes pueden darnos luces sobre ellas. Michel Houllebecq, el gran novelista francés, es uno de mis favoritos. Ya en una de sus novelas seminales, “Las partículas elementales” nos entrega una pista de su preocupación sobre los problemas éticos que plantean las edades extremas de la vida. Luego en “El mapa y el territorio” escrita en 2010 nos relata una historia en que la empresa suiza Dignitas ofrece por catálogo una “muerte dulce y pacífica” y su protagonista descubre que su padre, que ha desaparecido hace un mes, ha hecho un check-in en un establecimiento en Zúrich. No hay, sin embargo, registro del check-out.

Luego, durante la pandemia en Bélgica, Houllebecq publica su novela “Aniquilar” en la que se conmueve por ancianos encarcelados y agonías sin mirada, tanto que en una entrevista a Le Monde señala que hasta el final escribirá páginas indignadas contra la eutanasia.

Pero hay personas que son firmes defensoras de la eutanasia. Vlado Mirosevic ha declarado, frente a la decisión del gobierno de Boric de poner discusión inmediata al proyecto de ley sobre eutanasia que discute el Congreso, que oponerse es oponerse al derecho de una persona a morir con dignidad. Como se ve, el tema es discutible.

Pero no hay que olvidar que las leyes y políticas al cambiar los incentivos inducen comportamientos y lo que puede ser más relevante en este caso, legitiman conductas y pueden erigir al Estado como escudo moral que defiende a las personas de asumir las consecuencias éticas de sus decisiones.

Las experiencias de vida también aportan a esta discusión. La muerte de mis padres en su casa y la de un familiar, respectivamente, por voluntad propia y con consentimiento médico, rodeados de sus hijos y seres queridos fue para nosotros gratificante. Mi hijo, quien murió en la clínica por un agresivo cáncer, se acogió a un protocolo de cuidados paliativos establecido en la Ley 21.375 que contempla manejo de síntomas, información sobre el estado de salud; toma de decisiones acerca de los tratamientos que solicitaría y cuáles no y acompañamiento emocional. Fue una muerte serena que, sin perjuicio de la pena, nos enseñó tanto sobre la muerte como sobre la vida.

Aprobar en una semana (eso significa discusión inmediata) una ley de eutanasia sin profundizar en un mejoramiento de la ley de cuidados paliativos (que lo necesita para mejorar su aplicación en el sistema público) me parece un despropósito, que sólo puede obedecer a una maniobra electoral, si consideramos que en las encuestas la mayoría de las personas se manifiesta de acuerdo con la eutanasia.

Una de las cuestiones más delicadas en la eutanasia es quién toma verdaderamente la decisión cundo se trata de personas muy ancianas o enfermas, y las eventuales presiones que el enfermo puede recibir de familiares o cuidadores, incluso por motivos económicos. En el extremo, en lugar del derecho de una persona a morir con dignidad, como señala Mirosevic, una ley aprobada apresuradamente puede convertirse en un artefacto para invisibilizar un asesinato tranquilizando la conciencia. Si alguien cree que estoy exagerando, le recomiendo ver algunos de los programas de televisión como “La Jueza” que tratan sobre controversias familiares.

Houllebecq a todo esto, acusa al progresismo de promover en occidente una cultura de la muerte de ancianos y niños, por eutanasia y aborto, que predomina con hipocresía moral progresista por sobre una cultura de la vida. En el caso del aborto libre estoy de acuerdo: es inexplicable de otra manera que países religiosos, como Estados Unidos, con la consigna de que las mujeres son libres de disponer de su propio cuerpo, dispongan sin culpa de la otra vida involucrada en la decisión.

En el caso de la eutanasia tengo más dudas, porque al menos teóricamente, se trata de alguien que toma una decisión sobre su propia vida. Lo que me inquieta es si esa voluntad puede ser severamente manipulado por su entorno y si hay fórmulas para minimizar esa posibilidad.

No es un tema para discernir en una semana. (El Líbero)

Luis Larraín

Premio Limón para Jeannette Jara

El último debate presidencial organizado por Anatel era, en teoría, la oportunidad definitiva para que los candidatos expusieran con claridad sus propuestas ante el país. Dos horas que, en un escenario electoral tan competitivo, debían destinarse a entregar certezas en materias que realmente preocupan a los chilenos: crecimiento económico, seguridad pública, salud, pensiones y modernización del Estado. Sin embargo, lo que millones de televidentes presenciaron fue otra cosa.

Jeannette Jara optó por una estrategia cuyo eje no fue el contenido, sino la provocación. Su tono áspero, imprudente y confrontacional, parecía diseñado para un solo objetivo: sacar de quicio a José Antonio Kast, pero lo que terminó logrando fue sacar de quicio a la audiencia.

Su insistencia en instalar un clima de hostilidad —amparado en llamados contradictorios a la “tranquilidad” y a “evitar la agresividad”— resultó, a todas luces, contraproducente. La única que exhibió pérdida de control fue ella. No le avisaron que Marco Enríquez-Ominami, con un estilo similar en la primera vuelta, obtuvo el 1,2% de los votos.

Cuando se agotan los argumentos, comienza la desacreditación. Fue una provocación deliberada que busca generar en el adversario una reacción emocional que lo desoriente. Pero José Antonio Kast no entró en ese juego. Mostró compostura, respeto y, sobre todo, estatura presidencial.

Ver a Jara en este debate fue, probablemente, una antesala de cómo podría desenvolverse en foros multilaterales si llegara a La Moneda. Y ese es un escenario preocupante para un país cuya imagen internacional ya ha sufrido un deterioro significativo durante el actual gobierno debido a los impulsos y gustitos del presidente Boric en instancias tan relevantes como la ONU.

Incluso desde su propio sector hubo advertencias. Su vocero, Francisco Vidal, lo había dicho con claridad: dedicar tiempo a atacar a Kast no conduciría a nada, y lo razonable era concentrarse en explicar y defender su programa de gobierno.

El debate confirmó que ese consejo no fue escuchado. Si la campaña esperaba revertir encuestas recurriendo a un tono hostil, inquisitivo y por momentos derechamente odioso, el efecto fue el contrario.

Para el electorado neutral —ese que no milita, que sigue la política solo cuando es necesario y que representa la mayoría del país— la experiencia debe haber sido especialmente desagradable.

Difícilmente alguien que se aproxima a la política con distancia querrá involucrarse más cuando lo que observa es una candidata destemplada, imprudente y enfrascada en un estilo que espanta en lugar de convocar. (Bio Bio)

Paula Labra

Un pacto para el desarrollo-Claudio Hohmann

El martes pasado los centros de estudio Horizontal y Espacio Público presentaron “Un pacto para el desarrollo de Chile”, resultado del trabajo conjunto de un grupo expertos de diversas sensibilidades en torno a doce propuestas para “construir una sociedad desarrollada con una visión de prosperidad ampliamente compartida”.

Es el último de varios esfuerzos que se han realizado sobre esta materia, los que han involucrado el aporte de algunos de los economistas más connotados de la plaza. La mayoría de las iniciativas propuestas en estos afanes se orientan a reimpulsar el crecimiento económico, que hace poco más de una década perdió la centralidad y la preferencia en el desarrollo e implementación de las políticas públicas. Todos coinciden en cuáles son las medidas que requiere la economía chilena para volver a crecer a tasas elevadas. Se trata de uno de los consensos más nítidos que se han alcanzado en nuestro país desde que en la década de los noventa el país creciera sostenidamente a tasas superiores al 5% anual, un empuje extraordinario que se mantuvo en la década y media que siguió.

Cuando Niall Ferguson nos visitó hace once años -se cumplían seis meses del segundo gobierno de Michelle Bachelet- deslizó una frase premonitoria que causó escozor en las filas oficialistas de entonces: “Chile puede estar comenzando a ejercer su derecho a ser estúpido”. Pero el historiador escocés tenía más razón de la que el progresismo gobernante estaba dispuesto a reconocerle. La necedad de menospreciar el crecimiento, cuando no de deslumbrarse con el decrecimiento, ha sido uno de los disparates de política pública más trascendentes en que los que ha incurrido el país en tiempos recientes -el otro fue la reforma que puso fin el sistema binominal en 2014-.

Sin embargo, nada garantiza que el notable trabajo que han realizado los mejores centros de estudios del país vaya a ser internalizado por el sistema político, sobre todo cuando su alarmante fragmentación y el populismo campea entre nosotros. Lejos están los días cuando los mejores expertos de Cieplan o de Libertad y Desarrollo, ellos mismos autores de ideas de similar calidad y profundidad como las que ahora nutren las propuestas referidas, asumían posiciones de gobierno y en no pocos casos en lo alto de algún ministerio (Foxley, Arellano, Cortázar, Larroulet et al).

Sería todo un desperdicio y un desconsuelo mayor que el sólido consenso alcanzado respecto a las medidas que requiere la economía chilena para reencender los motores de la modernización capitalista se desdibujara y perdiera fuerza en el ejercicio del gobierno que asumirá en marzo próximo. Si, en cambio, se dispusiera a poner en marcha el pacto para el desarrollo que han vislumbrado y diseñado expertos de lado y lado, Chile podría -parafraseando a Ferguson- “estar comenzando a ejercer su derecho a ser un país desarrollado”. (El Líbero)

Claudio Hohmann

Jeannette Jara y las 40 horas-Andrés Montero

En el último debate presidencial la candidata comunista insistió con defender las reducción de jornada laboral a 40 horas. Los resultados hasta la fecha han sido pésimos. El Metro adelantó la reducción de jornada, anticipándose  a lo exigido por la ley. Las fallas del servicio han aumentado. La candidata Jara insiste en afirmar que a la gente le gusta. Es obvio, y si les ofrecen trabajar 30 horas a la semana, estarían más felices.

Jara no entiende cómo funciona una pyme, un restaurante o un comercio pequeño. No tiene idea cómo funciona un establecimiento agrícola o ganadero. La productividad laboral no ha aumentado. Los costos laborales se ven afectados por la reducción de jornada y eso es indiscutible. Los gremios se equivocaron, el Congreso se equivocó, el gobierno se equivocó y los economistas también. En España la extremista Yolanda Díaz quiere llevar la economía a 37,5 horas a la semana, para ganar votos. Quienes tienen un negocio mediano son los más afectados. Los grandes bancos no verán afectados sus ingresos por la reducción de jornada. El gran error de estas reformas es que se aplican sin diferencia de industria o de región o de tamaño de empresa. Lo importante es la flexibilidad laboral. A todo lo anterior se debe sumar el aumento del costo por mayores imposiciones con cargo al empleador. También los fallos judiciales normalmente son en contra de los empleadores. La indemnización por años de servicios es un incentivo al trabajo lento para ser despedidos.

Siempre se habla del abuso de los empresarios, pero no se habla del abuso de los trabajadores que no cumplen horarios o -en lenguaje chileno- “sacan la vuelta”. Para qué decir las licencias falsas en que miles y miles se han aprovechado del Estado, financiado por los contribuyentes. Jara es una persona que tiene la patudez de decir que representa a la centroizquierda. Ella es comunista. Opinó que apoyaría la diplomacia internacional para que cambien las cosas en Venezuela. Jara olvida que en Cuba en 66 años la diplomacia no ha logrado nada. Nicaragua, Cuba y Venezuela no tienen solución pacífica. La salida forzada, ojalá con pocas víctimas, es el único camino. Jara es odiosa y todo su discurso se centra en beneficios para los trabajadores y no en crecimiento y desarrollo de Chile. Jara tiene mucho resentimiento y eso se le percibe.

Ojalá una vez que sea derrotada, Jara cambie el odio por colaboración. Veremos si ese giro hacia el centro, fue un ardid o era real. Las 40 horas que permitirían estar con la familia, en verdad es un cuento. Las familias no crecen, pero sí el número de mascotas. Se han reducido las horas de estudio en los colegios y de trabajo en las empresas. Así Chile nunca acortará las brechas con los países desarrollados. Para acercarnos al desarrollo es clave trabajar más y no menos. (El Líbero)

Andrés Montero

Debate: los dardos pasivos–agresivos entre Kast y Jara

Chile pasó por su último gran rito preelectoral y los candidatos presidenciales de segunda vuelta acudieron a dar examen en el debate televisivo de Anatel, instancia final con gran audiencia donde se gastan las últimas municiones antes de la elección del domingo.

Sin embargo, en lugar de ir en un ambiente de cultura cívica a conseguir votos, proponer políticas públicas y clavar banderas, José Antonio Kast y Jeannette Jara buscaron sacar de quicio al rival, raquetear pesadeces y recriminar defectos, en un espiral de descalificaciones sin fin.

Un ríspido intercambio que eludió cualquier debate sustantivo por la Presidencia. Así, terminamos presenciando la discusión de candidatos que perdieron la vergüenza, como si estuvieran envueltos en una vulgar rosca de diputados o en un consejo de curso donde los apoderados se profesan un odio entre ellos mucho más fuerte que cualquier rivalidad o conflicto entre los estudiantes.

En medio de este triste espectáculo, en el que los principales liderazgos del país parecen dedicados a poner ladrillos en un Muro de Berlín invisible, vale la pena preguntarse si esa ausencia de empatía y capacidad de escucha es algo propio de la nueva sociedad chilena o solo de su elite política, crispada porque comienza a ver cómo lentamente brotan nuevas fuerzas capaces de reemplazarla, ante su naufragio de ideas y proyectos más allá de la contingencia.

La mayor parte de los millones de televidentes que siguieron el debate no lo hicieron como si se tratase de un match de box en el que han apostado por alguno de los contendores. Por el contrario, estos electores, si bien están hastiados, tal vez tenían la esperanza de presenciar algo con estatura presidencial: visión-país, perspectiva de futuro, valores democráticos y republicanos. ¿Algo de eso hubo? Cero, coma cero.

Como Kast y Jara están en las antípodas ideológicas, era de esperarse contraposiciones de visiones de mundo y de formas de concebir el Estado y las políticas públicas en materias tales como seguridad y migración. Pero, en su lugar, lo que hubo fue una seguidilla de argumentos ad hominem sin un hilo conductor más allá de hacer daño al otro. O sea, argumentos pueriles, pues el destino de un país no se resuelve por el carácter de un líder, sino por la capacidad de diagnóstico, la mirada de futuro y la capacidad de resolución de los cuadros políticos de una democracia que tiene ya más de 200 años.

En cambio, lo que hay son dos candidatos que representan a dos bloques caracterizados por una actitud pasiva-agresiva, que oculta y muestra -a la vez- fuertes rencores disfrazados de una cordialidad formal apenas aceptada. Con esto, imperan las interrupciones y las consignas que de tanto repetirse crispan los ánimos, dinamitan los puentes, friccionan la legalidad y terminan vacías, tales como; “expulsemos a todos los migrantes ilegales” o “levantemos el secreto bancario”.

Estos debates televisivos nos deben invitar a mejorar los espacios de reflexión para discutir los destinos del país, superando la lógica del showbiz. De seguir así, instancias como esta se terminarán usando exclusivamente por los candidatos para sacar del refrigerador y recalentar en el microondas las municiones que ejércitos de seguidores y bots replicarán con tal de intoxicar el diálogo.

Cristóbal Osorio

Profesor de Derecho Constitucional, Universidad de Chile.

¿La mejor Dipres de la historia?

En 2023, el ministro de Hacienda de la época afirmó que Chile tenía “probablemente la mejor directora de Presupuestos de la historia”. La propia directora aseguró recientemente que “este gobierno ha sido muy exitoso en la contención del gasto”. Al finalizar el período, corresponde contrastar esas afirmaciones con los informes del Consejo Fiscal Autónomo (CFA), organismo independiente encargado de velar por la responsabilidad fiscal.

El primer dato es categórico: Chile se encamina a un tercer incumplimiento consecutivo de la meta de Balance Estructural (BE). Tras los desvíos de 2023 y 2024, el CFA habla de un “cuadro de estrés fiscal prolongado”. En 2024, el déficit estructural llegó a –3,3% del PIB, frente a una meta de –1,9%, una desviación excepcional en un año sin crisis.

Tampoco el superávit de 2022 prueba una gestión sobresaliente. Este no respondió a una estrategia deliberada de la actual administración, sino al efecto mecánico del presupuesto aprobado por el gobierno anterior y, sobre todo, al retiro de las medidas transitorias y extraordinarias implementadas durante la pandemia —incluido el término del IFE y de otras transferencias masivas—, lo que generó una fuerte caída del gasto ese año. Este resultado estuvo influido además por ingresos transitorios elevadamente altos.

La formulación presupuestaria también exhibe problemas. En el Presupuesto 2025, la Dipres mantuvo proyecciones de ingresos que no se ajustaron pese a advertencias del CFA, lo que llevó a aprobar un gasto no financiable y luego forzar correcciones. Nada indica que el Presupuesto 2026, recién aprobado, esté libre de ese riesgo.

A ello se suma la rápida alza de la deuda pública, hoy cercana al nivel prudente de 45% del PIB. El CFA atribuye esta trayectoria a la “persistencia de déficits estructurales” y proyecta una probabilidad cercana al 50% de superar ese umbral hacia 2027. El principal colchón de liquidez, el FEES, cayó desde un promedio histórico de 5,1% del PIB a solo 1,2% en 2024, nivel similar al mínimo de la pandemia. La gravedad de esta tendencia se acentúa al considerar que ninguno de estos años estuvo marcado por eventos extraordinarios que pudieran justificar un relajamiento de la disciplina fiscal.

El comportamiento del gasto tampoco respalda la idea de contención exitosa. El gasto corriente creció 2,6% real en los primeros ocho meses de 2025, frente a una proyección de apenas 0,2%. Para cumplirla, habría sido necesario reducirlo en 4,7% entre septiembre y diciembre: algo inverosímil. Aunque el crecimiento real del gasto pasó de 4,8% anual entre 2010 y 2019 a alrededor de 2,4% en el último trienio, este ajuste cuantitativo no ha sido suficiente para cumplir de manera consistente la regla fiscal y así preservar el espacio fiscal para enfrentar futuras crisis.

A ello se suma un relajamiento reiterado de las metas de BE, práctica que el CFA considera sistemática y que traslada el ajuste a gobiernos futuros, debilitando la credibilidad de la institucionalidad fiscal. En conjunto, los informes del CFA describen un escenario muy distinto al mensaje oficial: tres años de incumplimientos, caída histórica del FEES, deuda al borde del límite prudente, ingresos sobrestimados y pérdida de control del gasto corriente, todo en ausencia de crisis. En este contexto, la afirmación de que Chile tuvo “la mejor Dipres de la historia” carece de sustento. La próxima administración heredará una institucionalidad fiscal debilitada y el desafío urgente de recomponerla. (La Tercera)

Mauricio Villena

Decano de la Facultad de Administración y Economía UDP.

Palabra del año y la disolución de lo humano en el algoritmo

La reciente elección de rage-bait (cebo de rabia) como la palabra del año por la Oxford University Press no es una simple anécdota lingüística, sino la manifestación de una grave patología social digital. El rage-baiting, la táctica de crear contenido intencionalmente ofensivo o polarizante, tiene un único fin: capitalizar la indignación para maximizar la interacción. La rabia, con su combustión inmediata y su viralidad algorítmica, se ha convertido en el activo más rentable de la economía de la atención.

Este fenómeno dista de ser casual; es una consecuencia directa de la ingeniería digital que explota las vulnerabilidades más profundas de nuestra arquitectura cerebral. Nuestros mecanismos evolutivos de supervivencia nos predisponen a reaccionar antes de reflexionar. El estímulo constante de la ira produce un cortocircuito cognitivo que cede el control a la amígdala –el centro emocional–, relegando a un segundo plano la corteza prefrontal, sede del control ejecutivo y el pensamiento reflexivo.

En el foro público y político, este baipás cerebral resulta letal. Genera un contexto donde solo el contenido de alta carga emocional logra penetrar el ruido. El resultado es un discurso populista y polarizante que no solo inocula la rabia, sino que reduce la complejidad de los problemas a eslóganes simples y amplificados. Esta peligrosa ecuación –ira potenciada por algoritmos– mina la legitimidad de nuestras democracias y atenta contra la deliberación civilizada.

La estrategia algorítmica pone las plataformas al servicio de la polarización, un proceso que destruye la confianza e impide la conversación. Sin conversación genuina, no hay democracia. Hoy, la defensa de la democracia liberal está intrínsecamente ligada a la defensa de la humanidad, pues los algoritmos, para asegurar el flujo constante de datos, amplifican sistemáticamente el miedo, la amenaza, la falsedad y la indignación: es decir, aquello que representa lo peor de la especie humana.

La personalización extrema nos confina en “burbujas de iguales”, eliminando el disenso y fanatizando nuestra propia visión, lo que desarticula el tejido social. El corolario es la erosión acelerada de atributos esenciales que nos definen: la empatía, la capacidad de cooperar y, sobre todo, el pensamiento crítico.

La preocupación central radica en que aquellas habilidades blandas que nos confirieron nuestra ventaja evolutiva –la capacidad de cooperar, socializar, empatizar, el altruismo y la solidaridad– están siendo sistemáticamente marginalizadas y disminuidas a su mínima expresión en el entorno digital. El rage-baiting, por lo tanto, no es una simple artimaña de marketing de contenidos; es una amenaza existencial directa a las democracias liberales. Una humanidad polarizada y fragmentada por los algoritmos se traduce inevitablemente en la muerte de la deliberación civilizada y, por extensión, de la democracia.

Por todo ello, se vuelve imperativo iniciar un debate ético y regulatorio de alcance global que logre domesticar al algoritmo y restituir nuestra autonomía. Hoy, la defensa de la democracia liberal está intrínsecamente ligada a la defensa de la humanidad misma.

Como advierte el profesor Martin Hilbert, uno de los mayores expertos mundiales en la materia: “Pasó que tu cerebro paleolítico no es rival para el aprendizaje automático de las supercomputadoras acerca de tu voluntad”.

Hilbert, un pensador lúcido sobre la manipulación algorítmica, será uno de los oradores centrales de Congreso Futuro 2026 (del 12 al 17 de enero), donde nos desafiará a reflexionar sobre cómo garantizar que la tecnología amplifique lo mejor de nuestra especie, en lugar de acelerar la disolución de nuestra humanidad. Este diálogo es vital para definir hacia dónde vamos como humanidad. (El Mostrador)

Guido Girardi

La certeza como habilitador del crecimiento

Durante más de cuatro décadas, el Decreto Ley 600 fue un elemento silencioso pero decisivo en la arquitectura económica de Chile. Su promesa (certeza jurídica, estabilidad tributaria y reglas claras para la inversión extranjera) marcó una diferencia sustantiva en el desarrollo del país. No fue perfecto, ni estuvo exento de tensiones, pero difícilmente se puede negar que haya sido uno de los pilares que permitió financiar proyectos de gran escala, expandir la capacidad productiva y posicionar a Chile como uno de los destinos más confiables para la inversión en la región.

Entre 1974 y 2015, el DL 600 canalizó decenas de miles de millones de dólares hacia sectores clave como la minería, la energía y la infraestructura. Pero más allá de las cifras, lo que realmente importó fue la señal que Chile enviaba al resto del mundo: un Estado dispuesto a respetar contratos, a proteger las reglas del juego y a garantizar un entorno estable incluso en tiempos de turbulencia política o económica. En otras palabras, fue un instrumento que generó confianza, y esa confianza se tradujo en inversión, empleo, exportaciones y modernización productiva.

En 2015 Chile decide dejar atrás el DL 600, convencido de que el país había alcanzado un nivel de madurez suficiente como para prescindir de un régimen de invariabilidad. La decisión marcó un hito: era la señal (en teoría) de que Chile ya podía competir en base a su institucionalidad general y no en base a contratos especiales.

La lógica detrás de esa decisión no era del todo equivocada. Efectivamente, un país que aspira a la sofisticación económica no puede depender eternamente de mecanismos extraordinarios de estabilidad tributaria. El problema es que asumimos una madurez que todavía no teníamos. El país sobreestimó su capacidad institucional, política y regulatoria para ofrecer, sin instrumentos adicionales, la estabilidad que los inversionistas requieren. Y la evidencia posterior lo dejó claro: los años que siguieron estuvieron marcados por episodios de volatilidad, incertidumbre tributaria y una dificultad persistente para articular consensos mínimos en materia económica.

No todo es atribuible al fin del DL 600, por supuesto. Factores globales, ciclos de precios de commodities y cambios regulatorios en múltiples sectores, influyeron. Pero es imposible ignorar que el país perdió un instrumento que, durante décadas, actuó como un puente entre la política pública y el apetito de los inversionistas globales.

No se trata de romantizar el pasado ni de afirmar que el DL 600 era imprescindible. Ese no es el punto. Lo relevante es reconocer que la transición se hizo sin una lectura realista del entorno político y sin una estrategia clara para reemplazar la certeza que se estaba eliminando. En otras palabras, dimos un salto institucional sin mirar si el terreno estaba firme.

Mi propuesta no se basa en volver atrás, sino en aprender. El pasado nos demostró que la estabilidad, la coherencia regulatoria y la protección de las reglas del juego son condiciones indispensables para atraer inversión de calidad. Y la experiencia posterior demostró que la confianza se pierde más rápido de lo que se construye.

Ahora, ¿es este el momento adecuado para reinstalar la invariabilidad tributaria? Probablemente no. En una economía que necesita oxígeno rápido, el debate urgente no es la estabilización de largo plazo, sino cómo incentivar la inversión en el corto plazo para recuperar ritmo. Bajar la carga tributaria efectiva, simplificar procesos, facilitar el inicio de proyectos y reducir la fricción regulatoria puede tener un impacto más inmediato y ofrecer señales claras de reactivación.

Aunque no sea la prioridad hoy, es una conversación que el país debe retomar con seriedad porque un marco estable y creíble es un elemento clave para competir globalmente en inversión de calidad. Y la experiencia reciente muestra que nuestra institucionalidad, por sí sola, no siempre ha logrado ofrecer esa estabilidad.

Hoy, ad-portas de una elección y cuando el país necesita reactivar el crecimiento, atraer capitales y avanzar hacia una economía más diversificada, Chile debe ofrecer un marco de inversión que combine lo mejor del pasado con las exigencias del futuro. Eso significa reglas claras, instituciones sólidas, consistencia tributaria y, sobre todo, una política pública que entienda que la inversión no llega por inercia, sino por convicción. (El Líbero)

Javiera Contreras

EY Chile

Japón y Europa frente a China: lecciones para América Latina

El exembajador japonés en China, Hideo Tarumi, publicó el 8 de diciembre en el diario Sankei Shimbun una columna en la que llamó a Japón a “despertar” y establecer una estrategia de largo plazo frente a China. Según Tarumi, Japón ha tendido durante años a retroceder ante cualquier presión proveniente de Pekín, debilitando así la coherencia de su política exterior y reforzando la percepción de que la coerción siempre funciona. Aunque su reflexión se origina en la reciente controversia generada por las declaraciones de la primera ministra Sanae Takaichi sobre un posible escenario de crisis en Taiwán, el fondo del argumento apunta a una vulnerabilidad estructural de la política japonesa hacia China.

El debate interno japonés

La advertencia de Tarumi no surge de manera aislada. En los últimos meses, medios como Nikkei han subrayado que la dependencia japonesa de las cadenas de suministro y de la tecnología china expone al país a riesgos asimétricos en un contexto de creciente tensión regional. Asahi Shimbun, por su parte, ha señalado que Japón podría quedar sin margen de maniobra si no define una planificación estratégica de largo plazo. En conjunto, estos análisis evidencian un consenso emergente: la estrategia nacional no puede basarse en la presunción de que China actuará siempre de forma estable o predecible.

El giro europeo

Europa avanza en una dirección similar. En noviembre de 2025, Alemania publicó un informe que reconoce explícitamente que la relación bilateral con China ha pasado de la cooperación a una competencia estructural. Periódicos como Handelsblatt y Frankfurter Allgemeine Zeitung han advertido sobre la vulnerabilidad que supone depender excesivamente del mercado y la capacidad productiva china, especialmente en sectores como los vehículos eléctricos y los minerales críticos. A nivel comunitario, la Comisión Europea ha adoptado la noción de “reducción de riesgos”, orientada a evitar que un solo mercado condicione decisiones políticas esenciales.

Dependencia y autonomía

Tanto en Japón como en Europa, la reflexión converge en una misma premisa: cuando la economía, la tecnología o la diplomacia dependen en exceso de China, la autonomía estratégica se debilita inevitablemente. El llamado de Tarumi a un “despertar” es, en esencia, una advertencia sobre este tipo de riesgos estructurales. La cuestión no es si un país debe relacionarse con China, sino hasta qué punto dicha relación condiciona su capacidad de decisión.

Un espejo para América Latina

Esta reflexión ofrece lecciones claras para los países en desarrollo y, en particular, para América Latina. La región ha dependido ampliamente de China en exportaciones, préstamos para infraestructura y cooperación energética. Si bien estos vínculos aportan beneficios inmediatos, también concentran la estructura productiva y reducen el margen de maniobra ante escenarios internacionales cambiantes. Deutsche Welle ha señalado que, sin una diversificación real, los países latinoamericanos corren el riesgo de perder autonomía en momentos críticos. Chile enfrenta un desafío similar: como lo han analizado El Mercurio y Diario Financiero, la fuerte dependencia del mercado chino en los sectores del cobre y del litio limita su poder de negociación y condiciona su transición industrial.

Un desafío de alcance global

La relevancia de la columna de Tarumi trasciende la política japonesa. Su mensaje revela una experiencia aplicable a numerosos países: el espacio estratégico de un Estado rara vez se pierde en una crisis repentina; más bien, se erosiona gradualmente a través de estructuras de dependencia prolongadas. Las respuestas de Japón y Europa muestran cómo las democracias maduras identifican sus vulnerabilidades y ajustan sus políticas en consecuencia. Para Chile y otras naciones emergentes, la advertencia es clara: cuando un único mercado o un solo proveedor de financiamiento domina la economía, las opciones reales ante decisiones cruciales son mucho más limitadas de lo que aparentan. La autonomía estratégica no es un ideal abstracto, sino una condición que exige mercados diversificados, cadenas de suministro resistentes y una institucionalidad capaz de sostener decisiones soberanas. (Red NP)

Andrés Liang

Analista en política internacional y relaciones Asia-Latinoamérica