Ojear a Piketty

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En estos tiempos convulsos de pronto hace bien tomar distancia. Sirve para escapar del desconcierto y mirar con otros ojos una realidad que a veces abruma por el exceso de información —y, todo hay que decirlo, de payasadas—. En este afán, recomiendo el último libro de Thomas Piketty, el economista superestrella que, según The Economist, es el único que ha logrado emular a Milton Friedman en cuanto a ventas y al público que lo sigue, pese a ser un fiel seguidor de esa pasión francesa por la complejidad.

Es una obra colosal. En más de mil páginas, paseándose con familiaridad por siglos de historia, no solo de Occidente, sino también de India, Rusia y China, mezclando con maestría enfoques económicos, sociológicos y politológicos, así como obras de ficción, “Capital e Ideología” se aboca a analizar un fenómeno que ha acompañado a la humanidad en toda su existencia: la desigualdad.

“Cada sociedad humana —así parte el texto— debe justificar sus desigualdades”, y con este fin fabrica razones, narrativas y reglas para darles un sentido. Estas ideas y discursos constituyen la ideología, la cual, cuando pierde legitimidad o se desborda, lleva a que el conjunto del edificio político y social se desfonde. La desigualdad no es un fenómeno natural, ni tampoco el fruto de factores tecnológicos o económicos: es un artefacto ideológico y político. Su génesis y su evolución, por ende, no hay que buscarlas en el desarrollo de la base productiva, como creía Marx, entre otros: hay que rastrearlas en las ideas, en la evolución intelectual.

Las ideas cuentan en la historia: son ellas las que permiten justificar el mundo existente, así como imaginar y estructurar mundos diferentes, donde diversas trayectorias son siempre posibles. A partir de esta premisa, que pone a la economía patas arriba, Piketty explica el incremento de la desigualdad —con el malestar y los estallidos sociales que suscita—, así como la forma de combatirla. Se trata, en ambos casos, del desenlace de batallas esencialmente intelectuales.

Así pues, el autor sostiene que con la caída del comunismo y el triunfo del hipercapitalismo se habría radicalizado una ideología que viene del siglo 19, según la cual “la desigualdad moderna es justa, porque se deriva de un proceso libremente elegido donde cada uno tiene las mismas posibilidades de acceder al mercado y la propiedad, y cada uno se beneficia espontáneamente de la acumulación de los más ricos, que son al mismo tiempo los más emprendedores, los más meritocráticos y los más útiles”. Este discurso, dice Piketty, ha servido de excusa para que los ganadores justifiquen el incremento del nivel de desigualdad, estigmatizando de paso a los perdedores como carentes “de méritos, virtudes y diligencia”.

Tal relato, hasta hace poco hegemónico, ha venido perdiendo sostén a pasos agigantados, creando un sentimiento de abandono de las clases medias y populares, un repliegue identitario y en algunos casos xenófobo, y un apoyo creciente a las respuestas simplistas y populistas. El caso de Chile, en este sentido, no es sino una muestra más de una tendencia planetaria, la cual ha tenido aquí, como es tradición, la radicalidad propia de un caso de laboratorio.

Si nuestro autor está en lo cierto, lo que viene en Chile, con un proceso constituyente por delante, es una batalla intelectual acerca del régimen de justificación de nuestras desigualdades. Es un desafío para todos, derecha e izquierda —y en especial para esta última (la “izquierda brahmán”, la llama el autor), que en su deseo algo arribista de abrazar las causas de las élites más educadas e ilustradas ha dejado a los perdedores en brazos del populismo.

No digo leerlo, que son palabras mayores, ni tampoco seguir sus recomendaciones, pero en estas circunstancias sugiero ojear a Piketty. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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