Obligados a ser solidarios: un resorte de poder-Eleonora Urrutia

Obligados a ser solidarios: un resorte de poder-Eleonora Urrutia

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A finales de la década de 1930 el régimen comunista decidió reorganizar los días y la duración de la semana para mejorar la productividad del país. Siguiendo la idea de Yuri Larin sobre la semana de trabajo continua, Stalin decreta una semana de seis días, los que ya no tendrían nombre sino color o número romano, y un calendario de meses todos con treinta días, con cinco semanas de seis días cada uno. Los 5 días que sobraban no pertenecían a ningún mes y se situaban intercalados entre ellos.

Tras la retórica de incrementar la productividad y permitir que las fábricas funcionaran todo el año se escondía el intento de que el nuevo calendario, carente de connotaciones religiosas, borrara de la sociedad la tradición de festejos y de que, al no coincidir los días de descanso, se hiciera más difícil asistir a los oficios religiosos del domingo. Además de hacer imposible la reunión entre familia o amigos de distinto “color”. Sin embargo, la productividad no se incrementó; con el nuevo ritmo de trabajo la maquinaría se estropeó más rápido por falta de mantenimiento y la vida social y familiar se desmoronó. En 1940 Stalin no tuvo más remedio que volver a la semana de 7 días, con el domingo como día de descanso.

Este es sólo un ejemplo de los fracasos que suceden cuando se pretende diseñar sociedades de acuerdo a una ideología. Y sin embargo resulta una constante de los pensamientos autoritarios es tratar de barrer las condiciones antropológicas del ser humano, como raíces, identidad, lengua, tradiciones en las que poder anclarse y reconocerse, en suma, de inscribirse en un conjunto cultural con conciencia de sus ancestros.

Desafortunadamente esta es la tendencia que se observa en Chile. La transformación de Negrita en Chokita, el “bistec a lo vulnerable” (ya no a lo pobre), los “plurinacionales” ex-chilenitos, o el “todos, todas y todes” de los convencionales se enmarcan en un mismo telón de fondo: el debate cultural en torno a conceptos como la identidad, la representación y el lenguaje con el objetivo de crear la sociedad y el hombre nuevo. Porque ganar la batalla cultural a través del discurso les abre las puertas del dominio político, han emprendido una guerra de palabras. Este intento de fijar con la fuerza de la voluntad ideológica el pensamiento de una sociedad es un eslabón más en la cadena de imposiciones autoritarias que se vienen dando en nuestro país en detrimento del libre acuerdo de voluntades que representa el verdadero espíritu de una sociedad exitosa. Lamentablemente, hasta que fracase, y de eso no hay dudas, se habrá retrocedido.

“No son 30 pesos, son 30 años”, fue el lema del estallido violento del 2019 al que la izquierda se sumó feliz, vislumbrando la oportunidad de volver al poder. Pretendieron y consiguieron deconstruir lo obrado por las personas en ese tiempo, mediante incendios orquestados y un hábil manejo discursivo por el que todo aspecto constitutivo de Occidente les parece mal: la cultura es opresiva, la tecnología es mala para el planeta, las artes atentan contra la sensibilidad de las minorías, el amor estigmatiza, el humor es dañino, la familia es la base de la decadencia y la riqueza es un mal que debe ser controlado y gerenciado por un grupo de expertos. No son 30 años, son 5.000 años de trabajosa evolución para llegar a una república liberal, lo que en verdad quieren eliminar.

Esto es también lo que ocurre cuando, como lo plantean las convencionales Oyarzún, Roa y Sánchez, se esgrime como método para mejorar la calidad de la salud y de la educación la idea de una república “solidaria” en lugar de la solidaridad de los hombres producto de la cooperación. Inicialmente suena como una declaración inofensiva con la que pocos podrían discrepar. Sin embargo, lo que quieren decir con la palabra “solidaridad” es “coerción”.

El concepto tradicional de solidaridad en una sociedad plural es personificado por la acción voluntaria de las personas que convergen en torno a instituciones y cooperan entre sí por diversas razones. Pero lo que entienden por solidaridad estos convencionales implica que unas pocas personas en la cima -que mantienen su libre albedrío- toman decisiones e imponen sus deseos al resto, que no lo hacen. Significa que el gobierno decide cuánto hay que pagar por cualquier cosa con la que se quiera interferir e implica enormes aumentos en los impuestos, con el gobierno decidiendo cómo y en qué se deben gastar esas ganancias. Bajo las ideas de los autoritarios, el significado de la palabra se transforma completamente de una interdependencia voluntaria y mutuamente beneficiosa, a una dependencia obligatoria y absoluta del gobierno que toma decisiones en nuestro nombre. Porque lo que unos tienen es robado a otros, esto no será tal si media la solidaridad que ellos predican; se expía el pecado de poseer pero esa bula le da al Estado la potestad de tomar a unos para dar a otros.

Eso no es solidaridad. La solidaridad sólo puede producirse voluntariamente. Los únicos que pueden ser solidarios es cada uno de nosotros, los chilenos. La solidaridad evoluciona naturalmente a través de relaciones mutuamente beneficiosas. Se expresa solidaridad cuando se da por caridad, cuando se ingresa a un club deportivo, se patrocina una tienda o un restaurante, cuando ayudamos a nuestros amigos, parientes o a un extraño en la calle. Se expresa solidaridad a través de todas estas cosas. Pero no cuando nos vemos obligados a hacerlo por el poder coercitivo del Estado.

De hecho, si la solidaridad ha de tener alguna fuerza moral, no puede ser generada a través de la compulsión. Los impuestos limitan nuestra capacidad de expresar solidaridad reduciendo nuestras libertades. Los gastos del Estado nos hacen menos conscientes de nuestras responsabilidades sociales y menos dispuestos, así como menos capaces, de dar a la caridad. La solidaridad y los impuestos son un anatema para el otro.

Entonces, cuando estos convencionales aluden a la solidaridad hay que cuidarse de las reediciones de las utopías cuya única función es condenar lo que existe en nombre de lo que no existe. ¿Se refieren a un acto de bondad recíproca y gratuita hacia nuestros semejantes? ¿O quieren decir “coacción”?

Jean-François Revel señalaba que era un deshonor para Occidente que el Muro de Berlín hubiera sido derribado por las poblaciones sometidas por el comunismo en 1989 y no por las democracias en 1961. Mirar sólo la caída, la parte del éxito y no el contexto de su construcción que representa el fracaso expone al retorno de los autoritarios. Cómo se presentan actualmente no deberían distraernos de su objetivo claramente reconocible: el ataque a la libertad, la sumisión colectivista y los individuos cosificados sujetos al poder omnímodo del Estado.­ (El Líbero)

Eleonora Urrutia

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