No volver a la normalidad

No volver a la normalidad

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Pasado el pánico no faltarán voces que llamen a volver a la normalidad. No hay que escucharlas. Ellas nos trajeron hasta aquí. Su indolencia nos ensordeció, hasta que el estallido explotó bajo nuestros pies. Volver a la normalidad sería pavimentar el camino para eventos aún más traumáticos.

Chile no es un infierno. Si lo fuera, estaríamos hablando de emigración, no de inmigración. Pero está lejos de ser un oasis. No es una cuestión de números. Así lo siente la población, que en estos días ha salido por millones a protestar pacíficamente. Lo mismo esas masas que han roto los límites de los territorios donde están confinadas, entregadas al narco y la violencia, para volverse visibles con los saqueos.

¿Que hay grupos organizados que buscan generar terror y caos? Seguro. La pregunta pertinente es por qué su actuación, en lugar de provocar la condena unánime de la población —como fue en el caso de las Torres Gemelas o de los atentando en París—, sirvió de detonante para la irrupción de una protesta transversal y multitudinaria que se ha prolongado a pesar de los altos costos que involucra.

Una sociedad que no se une para rechazar y contener la violencia está enferma. Tiene una falla del sistema inmune. Esto es lo que hay que reparar. Pero el Gobierno pasó varios días llamando a dar la guerra al síntoma. Fue echar bencina al fuego.

No hay que confundirse. El estallido no se hubiese evitado si en lugar de llegar a treinta pesos el pasaje se hubiera subido a veinte o a diez. El metro es la metáfora. Un Comité de Expertos respecto del cual el Gobierno elegido por la ciudadanía declara no tener injerencia, el cual actúa obedeciendo a un polinomio que responde a su vez a leyes económicas frente a las cuales no cabe más que inclinarse. Contra esto es la rebelión; contra esta mecanización que deja a las personas inermes al momento de lidiar con cuestiones vitales como el transporte, la enfermedad o la vejez.

No es solo que el dinero no alcanza para llegar a fin de mes, ni el elevado nivel de desigualdad. Lo que impulsa la movilización es la angustia de no tener control sobre su propia vida. La irritación ante autoridades que se refugian en explicaciones técnicas, recomendaciones frívolas o bromas ingeniosas. La indignación ante una oligarquía política que vive en otro mundo y se refocila en sus cálculos electorales. La frustración de sentir que se ha hecho lo exigido, pero las expectativas no se cumplen.

Esos sentimientos no se mitigarán con medidas paliativas. Fue lo que se probó en 2011, y fracasó. Es lo que se intentó la semana que pasó, y tampoco resultó.

Estos días nos han recordado el valor de la paz social. Cuando esta se ha quebrado, reponerla exige sacrificios. Estos son siempre dolorosos, pues implican una destrucción, una pérdida, una víctima. La población ya la tiene identificada: “el modelo”. Él es el símbolo del malestar. No hay otra salida a la crisis que declarar fuerte y claro que hay que cambiarlo. Ya se verán los detalles, y cuando se entre en ellos quizás las diferencias no sean tan radicales como lo sugiere la retórica. Pero si no se rompe con el tabú y se declara su fin, me temo que la sociedad irá por otras víctimas.

En el plano económico-social esto significa anunciar que en ciertas cuestiones vitales las personas no seguirán sometidas solitariamente a lo que consigan con sus propios medios en el mercado. Esto funcionaba relativamente con un crecimiento sobre el cuatro por ciento, pero con tasas como las que arrastramos ya por seis años no funciona. Entonces hay que cambiarlo, haciendo que el Estado financie una red básica de protección universal que asegure el ejercicio de los derechos fundamentales. En esto se ha avanzado, pero con resistencias y a cuentagotas. Es hora de robustecerlo, ampliarlo y proclamarlo.

El cambio del modelo también tiene que afectar a la política. Ella es la otra gran fuente de insatisfacción. Hay que retomar la discusión constitucional y crear nuevos mecanismos de control, interpelación y petición que reduzcan la distancia entre los representantes y la población.

Creer que se volverá a la vieja normalidad con actos de contrición, algunas concesiones y ajustes en el equipo, es no asumir lo que ha pasado. Sería como esos oficiales del “Titanic” que pedían a la orquesta que siguiera tocando para mantener a los pasajeros tranquilos.

 

Eugenio Tironi/El Mercurio

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