No le echen la culpa

No le echen la culpa

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La crisis institucional que atraviesa el país se supera con una nueva Constitución. Así lo he leído hace poco. No parece ni un diagnóstico acertado de los males ni una terapia adecuada. La Constitución no es la culpable. Hay, por cierto, hechos que resultan escandalosos. Ministros de una Corte de Apelaciones investigados por delitos graves en el ejercicio de sus funciones; disputas feroces entre fiscales del Ministerio Público; fraude cuantioso en Carabineros; enfrentamiento entre el contralor y la subcontralora que llega a los tribunales; entre el Congreso Nacional y el Presidente de la República, fuertes tensiones, que no faltan tampoco al interior de algunos partidos políticos.

¿Qué responsabilidad tiene la Constitución en ello? Ninguna, salvo que su culpa sea la de prever que puedan ocurrir tales hechos y contemplar vías para su corrección. Así, y desde el siglo XIX, nuestras constituciones declaran personalmente responsables a los jueces por toda prevaricación y torcida administración de justicia, pudiendo asimismo la Corte Suprema declarar que no han tenido buen comportamiento y removerlos de su cargo. Y si se trata de magistrados de tribunales superiores de justicia -entre los que se cuentan los ministros de Cortes de Apelaciones-, pueden ser acusados constitucionalmente por la Cámara de Diputados por notable abandono de sus deberes y declarados culpables por el Senado.

Un fiscal regional, a su vez, puede ser removido de su cargo por mal comportamiento por la Corte Suprema, siempre que ésta sea requerida para hacerlo por el Presidente de la República, el Fiscal Nacional, la Cámara de Diputados o 10 de sus miembros. Actualmente, y así ha ocurrido, el Presidente de la República puede llamar a retiro al General Director de Carabineros. Y no es la Constitución la que impide al Contralor General de la República remover a quien ocupe el segundo cargo en la institución.

En un régimen político democrático, no es una sorpresa que, en ciertos momentos, surjan enfrentamientos entre Presidente y Congreso, o tensiones y hasta rupturas al interior de coaliciones y partidos políticos.

Para las últimas, los remedios han de encontrarlos las propias fuerzas políticas involucradas, pero las cartas fundamentales sí contemplan vías de solución para los conflictos que surjan con ocasión de la tramitación de los proyectos de ley entre el Ejecutivo y el Legislativo. Las modalidades para superar las discrepancias o llegar a acuerdos varían, y no han faltado, ni bajo la Constitución de 1925 ni bajo la de 1980, antes y después de la gran reforma de 2005, pero su utilización exitosa depende de los actores políticos de cada momento.

No exijamos, entonces a la Constitución, más de lo que ella puede proporcionar. Los órganos del Estado son los que han de actuar. (La Tercera)

Raúl Bertelsen

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