Más allá de una duda razonable- Harald Beyer

Más allá de una duda razonable- Harald Beyer

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Se argumenta que un profundo malestar en Chile generó, primero, indignación, y luego, los actos vandálicos que conocimos hace algunos días. En general, debe sospecharse de las explicaciones lineales, y en el caso de Chile aún más.

Convengamos que en nuestro país falta mucho para lograr satisfacer tres grandes propósitos de toda sociedad democrática: las vulnerabilidades son significativas para sectores relevantes de la población, el reconocimiento de los distintos grupos que forman parte de nuestra sociedad es insuficiente y la percepción de privilegios inmerecidos es elevada. Con todo, hay avances innegables y, a pesar de las dificultades, la ciudadanía se encuentra satisfecha con distintos aspectos de su vida, percibe que su situación es superior a la de sus padres y cree que sus hijos tendrán un mejor devenir. Al mismo tiempo, tiene una visión crítica de la vida política y desconfía de varias de nuestras instituciones, pero valora que las transformaciones se hagan a través de grandes acuerdos y duda de quienes quieren imponer sus visiones.

El gobierno anterior apostó precisamente por la idea de que un malestar profundo recorría el país. Actuó en consecuencia, pero los supuestos titulares del malestar le dieron la espalda. Votaron otra alternativa, con una visión distinta. Al poco andar, también le han reducido su apoyo. Pero no se lo entregaron a líderes opositores. Sus apoyos son dispersos, pero con una leve inclinación hacia partidarios del oficialismo. Esta realidad no cuadra con la idea de un malestar social extendido, indignación y menos apoyo a la violencia.

De alguna manera se aplicaba a Chile lo que alguna vez Raymond Aron sostuvo sobre la sociedad occidental: “imperfecto e injusto… en muchos aspectos, ha progresado suficientemente en el curso de las [últimas décadas] de modo que las reformas aparecen más promisorias que la violencia y el desorden impredecible” (“El Opio de los Intelectuales”).

La violencia venía gestándose, en cambio, en lugares muy específicos como el Instituto Nacional. No había petitorio, sino más bien pura radicalización. La evasión del metro no tuvo inicialmente la agresividad detectada en algunos liceos emblemáticos, pero comenzó a adquirirla rápidamente derivando en violencia a gran escala con los atentados al metro. Las señales iniciales respecto de estos actos fueron, por diversas razones, confusas: Gobierno y oposición moderada que en los inicios estuvieron poco presentes y sectores de izquierda hablando de desobediencia civil. Quizás algo de lo que escribía Durkheim en su “Educación Moral” se instaló: “…el individuo se controla a sí mismo solo si se siente controlado, solo si confronta fuerzas morales que respeta y a las cuales no se atreve a desafiar. Si este no es el caso, no conoce límites y se extiende sin medida y fronteras”. No se puede descartar que el mensaje de “todo es válido” haya resonado por varias horas.

La protesta política que siguió tiene causas más precisas. Entre otras, un gobierno que no supo dar con el tono, lo que impidió que frente a esos actos violentos se instalara un clima de unidad, y que subestimó el impacto que en los jóvenes iba a producir el estado de excepción y el toque de queda. Si a ello se agrega que estaba pasando por un bajo nivel de aprobación, la inmensa movilización ciudadana adquiere sentido. Tal vez testear hipótesis sobre los factores que estuvieron detrás de la crisis política que el país enfrenta no tenga ahora demasiado sentido, pero hay una dimensión en la que cobra importancia. La culpabilidad del malestar social como principal detonante de los fenómenos observados en las últimas semanas no está probada más allá de una duda razonable.

Hay espacio, entonces, para priorizar una agenda razonable de reformas, en lugar de decidir con apuros y sumando propuestas que en el corto o mediano plazo no son abordables. Es importante que la articulación de estas medidas no se transforme en un debate interminable y estéril. Hannah Arendt sostuvo que si hay algo que genera indignación en la ciudadanía es la burocratización de la política. La agenda debe hacerse cargo, entre otros aspectos, de las seguridades que la población demanda, del reconocimiento y dignidad de los distintos grupos que forman parte de nuestra sociedad, del término de privilegios inmerecidos y del financiamiento que ello significa con gravámenes progresivos. Los resultados esperados serán mejores si, además, se promueve el crecimiento.

La agenda puede incluir reformas a la Constitución que, por ejemplo, terminen con altos quórums en materias que son propias del debate político y también con el excesivo control preventivo. Por cierto, no se trata de reescribir el marco social, político y económico del país. Esa posibilidad hay que ganársela en las urnas. Una mínima deferencia hacia la democracia y a los electores así lo exige. (El Mercurio)

Harald Beyer

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