Advirtamos algunos signos orientadores: la extraña sucesión de fenómenos análogos por todo el mundo, Ecuador y Venezuela, Londres y París, Barcelona, Hong Kong, el Líbano. Luego, la forma imprevista, inesperada, pero con rasgos de una programación rigurosa. La pregunta es ¿qué hay debajo? ¿Solo un turbio conjunto de ideologías y fake news que vierten los medios de comunicación en una conciencia un tanto adormecida de nuestra sociedad?
Hay que cuidar primero de no falsear nuestra democracia, algo que una política miope amenaza constantemente. Chile ha tenido una conciencia política a lo largo de su historia como no se ha visto en los alrededores. Quizá excesiva, pero en definitiva sensata.
El signo fatídico que marca estos hechos es la violencia. Intentemos descifrarlo. La violencia entra en el arte de la política en el siglo XIX. Con el socialismo, que es primero tímido, bien intencionado, utópico. El marxismo lo condena; lo hace suyo y lo pervierte: revolución del proletariado llega a llamarla. Con Stalin, y con Hitler, que también habla de socialismo, la violencia política se convierte en criminal. Aquí está el nudo.
No se diga ingenuamente que en Chile una manifestación pacífica fue desbordada por la violencia. La inversa es verdadera. Una violencia vestida de blanco y enmascarada asalta primero los grandes liceos, después el transporte público, luego los grandes mercados. Y así sucesivamente. ¿Quién queda herido primero con esos golpes? El pueblo que ve amenazados sus recursos básicos. Entonces, hay que dar el segundo paso: asaltar las conciencias. Enseñarle al pueblo quién es el enemigo. Es el capitalismo, el régimen social que ha parido el mundo moderno y que está todavía en vigencia.
La razón contra el capitalismo es clara. Los manifestantes de hoy, quiéranlo o no, vivieron el fanatismo marxista, padecieron su engaño y asistieron a su derrumbe. Creyeron que la revolución proletaria aniquilaría el capitalismo burgués y construiría una sociedad perfecta, garantizada nada más que por el vivo anhelo de estar en ella. El derrumbe de todo eso no generó sino un deseo de venganza.
Pero, he aquí que el capitalismo burgués no fue aniquilado y, por el contrario, creó una riqueza que levantó el nivel económico de vida del proletario hasta hacer de él casi un burgués con casa, auto, educación.
Pero el lado feo de esta pequeña historia es que el proletario no se sintió bien como burgués. La vida se le complicó mucho; tampoco tenía nada de lo que él había soñado que se le ofrecería. El burgués de cepa también resultó favorecido con lo que miraba como su obra, y pasó a llevar por cuenta propia una vida fastuosa que agravará los términos de la desigualdad, y, por ende, tanto de la envidia como de la justicia.
¿Qué había ocurrido? Por cierto algo estupendo, deseado y merecido. Pero que no era la felicidad ni tampoco la justicia. El deseo de venganza, entonces, se renovó.
El hombre de esta historia ha recibido dos crueles golpes que desgarran su vida. De la violencia en su cara vengativa cuelgan el consumo y tráfico de drogas, la delincuencia en barrios populares y también downtowns, el nihilismo intelectual que lucen los jóvenes. Se ha vivido una ideología perversa, una gran falacia.
Ante esto, ¿qué hacer? Obsérvense los claros rasgos de carácter íntimo, personal e histórico que entran en juego en esta situación. ¿No habrá que apuntar hacia allá en la búsqueda de una respuesta? No le quitemos el cuerpo.
¿Qué puede estar más allá de la violencia? Me atrevo a decir: la buena educación, una sólida cultura moral, capaz no solo de levantar el ánimo, sino de proporcionar una vida buena. Una sólida cultura moral supone encarar de frente y en profundidad la educación de los chilenos.
En momentos difíciles como los que hoy vivimos, bien podríamos unirnos en una tarea como esta. Una tarea de alta política que nos obligaría a convocar a todos los chilenos a una misión de enorme responsabilidad que a todos compromete e interesa por igual. Y llamaría, a la vez, a nuestras instituciones a levantar la vista y resolver las tres o cuatro cuestiones realmente apremiantes que nos acosan.
Cuando vi en la televisión al Presidente de la República con los presidentes del Parlamento y la Corte Suprema expresar sus opiniones libre y sencillamente, en una especie de seria conversación, pensé que algo como lo aquí sugerido es posible.
Juan de Dios Vial Larraín
(Esta columna fue escrita el 22 de octubre de 2019, pocos días antes del fallecimiento de su autor, el 7 de noviembre pasado)