Los que nos mandan

Los que nos mandan

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Uno podría quedarse en la anécdota de lo ocurrido en el traspaso de mando del pasado viernes. Podría recordar los tiempos en que el joven diputado Boric, a propósito del protocolo, decía que era “un mecanismo de la élite para alejarse y diferenciarse del bajo pueblo”. Cabría hacer un contraste entre esa frase y lo que vimos ese día: papeles con muchas firmas, banda, piocha, presentación de honores, auto de protocolo y todo el ceremonial republicano que uno pueda imaginar. Toda actividad humana, también la política, necesita símbolos y liturgias, y Gabriel Boric parece haberlo reconocido. No me extrañaría que, si alguna vez visita a la reina de Inglaterra, incluso lo veamos con una corbata alrededor del cuello.

Sin embargo, por más que haya hecho un esfuerzo por ajustarse a ciertas reglas que antes detestaba, no podemos olvidar que el Gobierno que ahora comienza tiene profundas diferencias con todos los que lo precedieron desde la vuelta a la democracia. Por eso, más que enojarse por ciertas conductas o destacar incoherencias, vale la pena tratar de entender un poco a quienes tenemos delante. No es fácil; de partida, porque no estaría bien meter en un mismo saco a todos los nuevos gobernantes. Uno observa, por ejemplo, en algunos ministros un tono conciliador distinto al de sus subsecretarios u otros funcionarios menores.

Sin embargo, hay algunos rasgos comunes. Uno de ellos es la constante tendencia a validarse. Ellos tuvieron que abrirse camino a fuerza de brazos, sacaron de escena a la generación precedente y quieren que, desde un comienzo, tengamos muy claro que estos tiempos son suyos. A esto se añade la cultura que tienen detrás, que los ha convencido de que ostentan una superioridad moral respecto de los demás. Ciertamente, Gabriel Boric tuvo el sentido político suficiente como para llamar al gobierno a socialistas y otras fuerzas de centroizquierda, pero parece difícil que el resto cambie de actitud en tan poco tiempo. Esa conciencia de la elevación moral del propio sector los hace ciegos, por ejemplo, para reconocer y poner coto a las barbaridades que hacen sus correligionarios en la Convención: ni siquiera Boric ha mostrado un mínimo de conciencia crítica al respecto.

Otro rasgo compartido por quienes nos gobernarán durante los próximos cuatro años es un exacerbado “estatismo individualista”.

¿En qué consiste su estatismo? De una parte, muestran una confianza cuasi religiosa en las bondades del mundo estatal. Les parece inmune al egoísmo y al abuso. Esta fe en el régimen de lo público va acompañada de una desconfianza completa hacia el protagonismo de todo aquello que en la sociedad civil no quepa dentro de los “movimientos sociales”. Para ellos, resulta insoportable, por ejemplo, que la atención de los niños con discapacidad o de los ancianos vulnerables dependa de la solidaridad de los ciudadanos y no esté radicada en las atribuciones de un ministerio y sea financiada con fondos fiscales. Detestan a los colegios subvencionados aún más que a los privados.

A veces sirve ver una caricatura para entender el original. Aquí, la caricatura está dada por la Convención, donde se muestran esas fuerzas sin contrapeso alguno, con una lógica que no se encuentra sometida al principio de realidad. Es ilustrativo ver cómo el Estado aparece con un protagonismo desbordante en casi todos los artículos aprobados. El constitucionalismo clásico buscaba limitar el poder, no expandirlo.

Ahora bien, ese estatismo no se da en estado puro, porque está acompañado por el individualismo más exacerbado. Debajo de ese poder público tutelar que controla todo se encuentran unos individuos que son soberanos en su coto personal: “Yo hago con mi cuerpo y mi vida lo que quiero, e incluso tengo la facultad de determinar qué es mi cuerpo” (con fatales consecuencias, por ejemplo, para los no nacidos). Han aplicado el mismo criterio individualista en el retiro de los fondos de pensiones y en su comprensión de la eutanasia y el matrimonio. Para ellos, las instituciones son simplemente un material cuya plasticidad permite que la voluntad de cada uno sea la que termine por definirlas. El mismo festival de derechos refleja ese individualismo.

¿Por qué piensan todo esto? Quizá la causa esté más cerca de nosotros de lo que pensamos. Ellos son los hijos de toda una cultura que se extendió casi sin contrapeso, son el resultado de haber llenado los estómagos y vaciado los corazones.

No pretendo quitarles responsabilidad. Pero cuando dicen “prometo” en vez de “juro”; cuando proponen modelos sociales que parecen difícilmente compatibles con una libertad responsable; cuando hacen trizas nuestra idea de nación y cuando en dos artículos de la futura Constitución aparece la palabra “placer” en un lugar central, quizá eso signifique que hemos sido incapaces de mostrarles una alternativa más atrayente que un trivial hedonismo.

De nada sirve alzar nuestro dedo acusador y culpar de tantos males a una nueva generación que supuestamente no entiende nada. Para que la gente entienda algo, se requiere que haya toda una cultura que valore las cosas superiores. Es muy fácil culpar de nuestros males al Frente Amplio sin hacer un esfuerzo por cambiar la cultura y las actitudes que lo hicieron posible. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

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