Si cualquiera de mis lectores se toma el trabajo de preguntarle a varios de sus amigos cómo se reproduce nuestra especie humana, se puede apostar que recibirá una respuesta unánime, probablemente acompañada de miradas de sospecha y de sorpresa, y esas respuestas le dirán que se logra mediante un contacto sexual seguido de fecundación, desarrollo y parto. Pero la respuesta, por unánime que sea, está equivocada. Y eso porque en el ser humano el cuerpo material de un mamífero superior distinto no es suficiente para completar al individuo que será si es que sigue un largo y penoso proceso de traspaso de informaciones, de disciplinas, de conceptos, y de ideales superiores. Ese proceso es el que en definitiva permitirá trasformar el cuerpo del recién nacido en un miembro pleno de la sociedad en que nació. Hasta los pueblos más primitivos entendieron que entre el nacimiento y la plenitud existía un proceso y, a lo mejor oscuramente, eso los llevó a los ritos de iniciación que casi todas las culturas primitivas diseñaron y que era la forma de decir que ahora sí existía un nuevo miembro del grupo social. Lejanos ecos de este primitivo sentir son hasta el día de hoy nuestras graduaciones, presentaciones en sociedad, bautizo de novatos, etc.
Es que al cuerpo físico, no muy distinto de otros que existen en la naturaleza, el ser humano sobrepone una naturaleza racional, una naturaleza emocional, una naturaleza ética y espiritual y, por encima de todo, un libre albedrío, que es el que le otorga la libertad para ser el rey de la creación. Sin embargo, esas naturalezas necesitan ser informadas, disciplinadas y entrenadas para estar en condiciones de pleno funcionamiento, y todo eso se logra mediante el proceso de varios años al que antes hemos aludido. A eso es lo que llamamos educación.
Los griegos fueron el primer pueblo que entendió plenamente, racionalizó e investigó este proceso, encontrándolo tan complejo y penoso que las palabras “educación” y “formación” les parecieron insuficientes y acuñaron un término intraducible, que es la “paideia”. La “paideia” comprende un programa de perfeccionamiento físico (juegos, gimnasia, preparación militar, olimpiadas), un programa de traspaso de conocimientos (gimnasio y escuelas) y un programa de traspaso de los códigos sociales que rigen la vida en comunidad (el “ágora”, el foro, la educación cívica). Y por encima de todo, la entrega de los ideales superiores de la cultura a que se pertenece y que son los paradigmas. Si todo ese proceso se cumple con excelencia, conduce a la “arete”, cuyo producto final es el héroe que, con frecuencia, era considerado un semidiós porque con él se había logrado hacer brillar la chispa divina que todos los seres humanos recibimos.
Esa concepción de la educación arrastra a la única conclusión posible que no es otra que la de que ella es, ni más ni menos, el órgano reproductor de una cultura. Cuando la educación fracasa en la tarea de traspasarle al ser humano en potencia su legítima herencia de conocimientos, principios, códigos conductuales y éticos, ideales y paradigmas, la cultura de que se trata comienza a morir porque deja de crear a sus continuadores. Y esa verdad, descubierta hace tres mil años, sigue siendo hoy más perentoria que nunca.
Ahora bien, ¿qué es el ser que, habiendo nacido, no ha recibido esa legítima herencia inmaterial o la ha recibido imperfecta o fragmentariamente? Es un inacabado que está destinado a ser un marginal que siente permanentemente la exclusión de la sociedad a que debía pertenecer. Ese sentimiento, a veces muy oscuro, generalmente se traduce en odio y afán destructivo. Cuando una sociedad acumula un porcentaje importante de inacabados, comienzan a producirse los hechos masivos de violencia y de irracionalidad que preludian la muerte de un estado y de un sistema.
El instinto popular, tal vez muy oscuramente, presiente y acuña términos para no solo designar a estos inacabados sino que para reflejar su grado de carencias: “bruto”, “mal educado”, “antisocial”, “malhechor”, “delincuente”, “lumpen”. Pero, en realidad, todos esos títulos solo son graduaciones de una especie que en verdad más debería considerarse de alevosos desheredados.
Ahora bien, si examinamos el programa de la “paideia”, descubrimos de inmediato quiénes son los responsables de entregar la herencia inmaterial que constituye la educación. Sin duda, uno de ellos es el Estado y la sociedad toda, pero por encima de todos los demás están los progenitores del individuo. El riesgo de terminar produciendo un inacabado radica en las falencias de esos agentes, muy particularmente de esos progenitores.
Cuando una sociedad comienza a producir más inacabados que individuos plenos, entra en progresiva decadencia porque se está volviendo estéril. Y cuando el número de inacabados se convierte en parte considerable de esa sociedad, ocurre lo que el “Estudio de la Historia” llama el predominio del proletariado interno, que es el síntoma más expresivo del ocaso de una civilización.
Hasta aquí solo hemos expuesto principios antropológicos e históricos, por lo que pido disculpa a mis lectores. Pero fácilmente comprobarán que, teniendo esos antecedentes a la vista, es muy fácil diagnosticar con certeza el origen profundo de la crisis en que está sumido nuestro país.
Esta crisis tiene su origen profundo en una decadencia prolongada y constante de nuestro sistema educativo que ha terminado perdiendo de vista que la educación es mucho más que un traspaso de informaciones y, por tanto, ha dejado de lado toda labor formativa en que priman las disciplinas de autocontrol, de respeto, de orgullo por la historia y por la tradición de su pueblo y por el respeto a sus normas vivenciales. El Estado en Chile lleva muchos años debilitando la estructura familiar con leyes que han fomentado la paternidad irresponsable, la indisciplina dentro de las instituciones educativas y la mala calidad de un profesorado mal pagado y socialmente degradado. Todo ello ha conducido a un pavoroso estado de incultura que asoma en toda nuestra estructura actual. No hay que ver más que la cantidad de sandeces que idean y pregonan hasta nuestros legisladores para apreciar el abismo de ignorancia, arrogancia injustificada y estupidez que cada día nos asombra y nos angustia. Basta observar que actualmente en Chile el número de nacimientos sin padre legalmente comprometido supera por lejos la de los nacidos de familias jurídicamente constituidas. Es por estas razones y por la dificultad de corregirlas que nos embarga un profundo pesimismo respecto al futuro de nuestra patria. Es un pesimismo que se genera en razones mucho más profundas que las coyunturales y que marcan un camino de recuperación verdaderamente prolongado y muy difícil. Eso es lo que nos induce a pensar que lo más probable es que todos terminemos siendo unos inacabados, porque no hemos sabido conservar los tesoros de nuestra propia cultura, y es por eso que esta agoniza.
En una reflexión anterior (“Pueblo y País, Estado y Nación”) prometí analizar el segundo grupo de habitantes todavía no mestizados culturalmente. Y este segundo grupo, el de los inacabados, es mucho más numeroso y peligroso que el de los restos de pueblos originarios que conforman el primer grupo. Y lo es porque sus miembros tienen la apariencia externa de un chileno cabal, pero en verdad no lo son, puesto que no comparten la cultura que nos individualiza.
Es inconveniente terminar esta reflexión resaltando solo la cruel forma en que la naturaleza muchas veces sacrifica a los más para abrirle camino a los menos y mejores. De hecho, el término “inacabado” que he utilizado para aludir a quienes quedaron en el camino del perfeccionamiento, lo plagié del proyecto escultórico de Miguel Angel para la nunca terminada tumba de Julio II. Sus “inacabados” son esos cuerpos de titanes que luchan por emerger de la roca primigenia, pero cuyo final destino es solo servir de pedestales al trono del héroe que la culmina y que en este caso se suponía que sería Juliano della Roveré, que sería el formidable papa Julio II que llevó a la Iglesia al pináculo de su poder y de su gloria. Pero esa genial alegoría contiene una falsedad, porque todos los seres humanos tenemos la fuerza para emerger de lo primigenio y siempre es cuestión de proponérnoslo, aún desde las peores circunstancias.
La educación es una receta para facilitar el camino, pero no es una garantía de éxitos, tal como la carencia de ella no es garantía de terminar en el lumpen. Por eso es que existen los estúpidos educados y también existen los inacabados geniales que nunca calzan con la cultura en la que nacieron pero que tienen la fuerza y el genio para crear una nueva cultura, tal vez mejor que la anterior. Puede ser que Jesucristo, Mahoma o Buda hayan sido de esos inacabados grandiosos que nos muestran que siempre es posible superarse. Pero nosotros, los hombres vulgares y corrientes, tenemos la obligación de tratar de que la receta facilitadora que es la educación alcance por igual a todos los que habitan nuestra tierra de modo de no producir inacabados. (El Líbero)
Orlando Sáenz