Llegó la hora de madurar-Sergio Urzúa

Llegó la hora de madurar-Sergio Urzúa

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¿Con qué frecuencia justificaría participar de barricadas o destrozos como forma de protesta? 32% de la población de 18-30 años respondió “siempre”, “casi siempre” o “a veces” en diciembre de 2019 (CEP). Todo proceso de cambio requiere de algún grado de violencia. En abril, 66% de la población de 18-29 años estuvo de acuerdo con la afirmación (Ipsos-Espacio Público). La violencia en las calles es legítima y justificable porque ha permitido avanzar en cambios políticos y sociales. 33% de personas de 18-34 años asintió siete días atrás (Cadem). ¿Es esta la marca de una generación?

Leyendo de lo que significa madurar, me encontré con un notable comentario de Bruce Springsteen (¡71 años!): “cuando eres joven, crees que el mundo cambia más rápido de lo que lo hace. El mundo cambia, pero lentamente”. En el camino a la adultez, uno tarde o temprano aprende esa lección. Menos conciencia, claro, tenemos de que la madurez tiene algo colectivo. A través de nuestros lazos influimos y somos influidos. Es la base sobre la que se define la identidad de una generación.

Por ejemplo, para aquella que vivió el retorno de la democracia como menor de edad, la madurez fue algo expedita. Un ingreso per cápita de US$ 4.500 (1990) y el peligro de volver atrás no dejaban tiempo para niñerías. Quizás eso transformó a Chile en uno de esos lugares en donde se hace esfuerzo por cumplir las reglas y glorificar el valor de la responsabilidad. El país pasó a ser serio, incluso aburrido, relativo a la región. Sí, se sacrificó espontaneidad, ¿pero no era eso sino parte del esfuerzo modernizador?

El proceso funcionó. Tres décadas de estabilidad lo confirman. Y eso dio espacio para relajarse. Se produjo en las generaciones maduras, creo, lo que el sociólogo Cas Wouters denomina un “controlado descontrol de los controles emocionales”. No se reparó, eso sí, en las externalidades sobre la juventud. De hecho, en un país con muchos más recursos y oportunidades, el relajo permitió la propagación del mito del progreso asegurado. Para los jóvenes esto amplificó el idealismo del que hablaba “The Boss”: a cambiar el mundo ya.

¿Es esto suficiente para explicar la venia a barricadas o destrozos? Por cierto que no. Para eso hay que agregar los cambios demográficos y culturales que desafían normas sociales locales —aquí el rol de redes sociales—, sumados a la reconfiguración de la familia (hogares monoparentales), todos factores archiconocidos entre quienes estudian los orígenes de la violencia. ¿Desigualdad de ingresos? Como explica Steven Pinker en “The Better Angels of our Nature”, la evidencia indica correlación, pero no clara causalidad.

Es paradójico que la inclinación por la violencia de algunos pueda ser resultado de una nación más moderna que admite todo tipo de expresión. Esto, sin embargo, no puede marcar la identidad de una generación (las consecuencias perdurarían por décadas). Por eso, desde el lunes hay que trabajar para evitarlo. Que todos entiendan la realidad del entorno sin abandonar el deseo de mejorarlo, descartando la violencia como plan de acción, sería un gran resultado del proceso que se inicia hoy. (El Mercurio)

Sergio Urzúa

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