El debate que en estas semanas se ha planteado acerca de la posibilidad de un lenguaje inclusivo -un tema no solo local, desde luego- exige alguna mayor reflexión que las simples reacciones de aprobación o rechazo.
Para llevarla a cabo, es imprescindible preguntarse por las características del lenguaje y del lugar que le cabe en la experiencia humana y, más tarde, por el significado que poseería la demanda, frecuente en estos días, de que él sea inclusivo.
El lenguaje es central en la experiencia humana. Los seres humanos asistimos al mundo y lo experimentamos, mediante el lenguaje. Se trata de una herramienta sorprendente. Como llamó la atención Chomsky, con un puñado de signos y reglas para combinarlos, los seres humanos somos capaces de expresar complejas teorías e infinidad de ideas. Mientras el animal humano necesita de entrenamiento de décadas para comprender de veras una teoría física, para emplear el lenguaje natural, un instrumento extremadamente complejo, le bastan apenas tres o cuatro años.
Pero el lenguaje no solo es notable por su carácter, al parecer innato, lo es también porque se trata de una experiencia pública por excelencia. Un lenguaje privado es inimaginable. Hablar un lenguaje es comprometerse con la existencia ajena, esforzarse por tejer una red de compromisos con el otro. El lenguaje es un uso social: existe sostenido por un compromiso implícito, por una convención, por llamarla así, de la que participan todos los hablantes. Por eso Ortega y Gasset observó alguna vez que no es del todo cierto que hablando nos entendamos. Nos entendemos porque compartimos muchas cosas tácitas que callamos, pero sobre las cuales el lenguaje se sostiene.
Y en fin, en el lenguaje se entrelazan y se alojan prejuicios, creencias, distinciones. El lenguaje no constituye una herramienta neutra de comunicación. El lenguaje natural (el castellano, el inglés, etcétera) es portador de una forma de ver y concebir el mundo. El lenguaje hasta cierto punto modela el mundo que tenemos ante los ojos. Por eso Heidegger lo llamó «la casa del ser» y Wittgenstein dijo que era una «forma de vida».
Los rasgos anteriores permiten ahora asomarse -sabiendo de qué hablamos- a la demanda de que sea inclusivo.
Si, como vemos, el lenguaje es portador de una forma de ver y concebir el mundo o, si se prefiere, si vemos el mundo a través del lenguaje, de ahí se sigue que puede haber distinciones que desde un punto de vista moral se nos hayan revelado como incorrectas; pero que, sin embargo, están instaladas en el lenguaje. Por ejemplo, solía llamarse «menores» a los niños. Una amplia literatura llamó la atención acerca del hecho de que la expresión «menores» llevaba consigo la idea de que los seres humanos que no alcanzaban los dieciocho años eran seres humanos incompletos. Entonces se impuso llamarlos simplemente niños o niñas. ¿Absurdo? No, por supuesto. Ese cambio de uso lingüístico expresó, y a la vez impulsó, un cambio cultural.
Basta lo anterior para comprender que la demanda de un lenguaje inclusivo no tiene nada de banal o ridículo. Es un reclamo a veces con fundamento moral y casi siempre con sentido político.
No se puede negar que cuando se habla de hombres para referirse al género humano, o de hombres y mujeres creyendo que con ello se es exhaustivo, se está transmitiendo una cierta concepción acerca de lugar de lo masculino o de la sexualidad que, a la luz del presente estado de la reflexión moral y política, resulta inadecuada. Si, como vimos, el lenguaje configura hasta cierto punto el mundo, estructura la forma de concebirlo, si las distinciones que él efectúa o calla se traducen en distinciones sociales en el mundo práctico, ¿cómo sorprenderse de que se demande un cambio en la forma de emplearlo?
Pero nada de ello significa, como es obvio, que haya que transgredir las reglas del castellano. Y la razón es obvia. El lenguaje no es un asunto de pura voluntad individual o de demandas políticas. Si esas reglas se transgreden -hasta hacerlo un simple idiolecto o sociolecto: signos propios de un individuo o grupo como ocurre hasta ahora con la arroba (@), la x o la e -, se lesiona el carácter social que él posee y en vez de comunicar o tejer compromisos, acaba aislando o dividiendo.
Hay pues que admitir el lenguaje inclusivo, pero -como sugiere un documento de Conicyt- dentro de las reglas del castellano y aquellas que la vida académica acepta.
Esa es la única forma de estar a la altura de las convicciones morales y políticas y, al mismo tiempo, de la índole social y pública del lenguaje.
Todo eso, claro está, no significa sujetar al lenguaje, inmovilizándolo coactivamente como si fuera una cuestión puramente estilística la que está en juego. Porque justo porque el lenguaje es una forma de vida, una manera de interpretar al ser que somos, él cambiará de veras cuando las creencias y las convicciones sobre las que se soporta nuestra vida cambien.
Carlos Peña



