La Presidenta que, luego del caso Caval, acostumbraba llevar un leve rictus de amargura y rehuía la exposición pública, reduciéndola a lo estrictamente necesario, limitándolo a lo que era indispensable y no se podía rehuir, de pronto decidió mostrarse en todas las formas de comunicación posible y reemplazar el rictus triste por una sonrisa. La decisión fue, por supuesto, deliberada, y el primer síntoma de esa decisión fue el cruce de bromas entre ella y su ministro del Interior, a propósito del 15 por ciento de aprobación que arrojó la encuesta del CEP.
¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿A qué se debe que la Presidenta haya, de pronto, decidido vestirse de nuevo con su sonrisa y participar en esos medios escasos de palabras y mezquinos de ideas con los que los adolescentes ahorran explicaciones y evitan discursos?
Es obvio y no vale la pena engañarse: la Presidenta intenta recuperar con su carisma (que languidece, pero no expira) lo que no ha logrado con su conducta gubernamental.
El empeño deliberado por recuperar la espontaneidad de su sonrisa (un oxímoron, puesto que una conducta espontánea, si es de verdad espontánea, no puede ser el fruto de una decisión) indica que los diagnósticos que inspiran esta nueva actitud de la Presidenta han identificado el decaimiento de su personalidad como la causa principal de su baja aprobación. Y así sugieren reverdecer su actitud como una forma de mejorarla.
Y esa decisión es casi una metáfora de la política de hoy.
Como lo advirtió hace ya tiempo Ronald Barthes, la comunicación política en una democracia de masas tiende a convertirse en una morfología, una pose, un tono premeditado, una actitud cuidadosamente deliberada; en la transmisión de un modo de ser que persigue que la ciudadanía se reconozca en sus líderes. El líder, la líder en este caso, o el candidato, en vez de decir lo que piensa o cree (que es como los antiguos concibieron la comunicación) ahora trata de decir o mostrar algo que permita que los ciudadanos confirmen su propia efigie ideal. Si la comunicación (como la definía Platón) consistía en que alguien decía a otro algo sobre las cosas, hoy día consiste en que alguien dice a otro algo que, sospecha, este último desea oír. Este tipo de comunicación no exige entonces reflexión previa sino adivinación: se trata de anticipar lo que el receptor quiere oír o leer, no de reflexionar lo que el emisor querría decir.
Y en la medida en que las redes sociales (como la recién estrenada cuenta de Twitter de la Presidenta) eximen de ideas y de conceptos, y en cambio exigen frases estereotipadas, imágenes sencillas, fáciles de coincidir con la que otros miles de partícipes de esas redes elaboran (como la imagen con las zapatillas rosadas) las redes favorecen y hacen más fácil el logro de ese propósito.
Pero en la misma proporción en que esa forma de comunicar es un ahorro de lenguaje y una ascesis de ideas, tiende a escamotear la política entendida como una visión conceptual acerca de los problemas y las soluciones que esos problemas requieren.
¿Cuál será entonces el resultado previsible de esta nueva actitud de la Presidenta?
La Presidenta es una figura política cuya legitimidad reposó -desde que ella irrumpió en la política- no en las ideas que era capaz de expresar, sino en su historia y en su carisma. Pero la historia personal y el carisma no son suficientes si no van acompañados de acciones que hagan plausibles las expectativas que ellas desatan. Y esa ha sido la lección de este tiempo que le ha acarreado a ella tantos malestares: ha faltado la estructura de plausibilidad, el puñado de acciones que estén a la altura de lo que su empatía silenciosa fue capaz de desatar.
Y es que, desgraciadamente, si las buenas políticas sin carisma son opacas; el carisma sin buenas políticas arriesga ser vacío.
Igual que Twitter.


