Las dos caras de Maquiavelo

Las dos caras de Maquiavelo

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En la obra de Maquiavelo coexisten dos puntos de vista que parecen contrapuestos. Por una parte, la idea de que la lucha por el poder admite todos los medios; por otra, la convicción de que una comunidad política solo subsiste allí donde existe virtud en los individuos que la integran.

La vida política oscila a veces entre esos dos planos. En ocasiones, los actores políticos se dejan invadir por la ambición o la rabia, por el anhelo de derrotar al adversario y arrebatarle el poder. Cuando esto ocurre la vida se vuelve incierta, las reglas dejan de existir y el conflicto lo invade todo. Pero otras veces predomina la virtud, como denomina Maquiavelo a la disposición a sacrificar el alma en interés de la patria. Entonces la vida se desenvuelve de manera previsible, los conflictos se componen, las reglas se respetan y la cooperación se produce.

¿En cuál de esos planos se desenvuelve la vida del Chile contemporáneo?

Hoy, la vida política está invadida por la primera dimensión, por la idea de que en vez de una comunidad cívica existe una selva donde cualquier conducta es admitida, o un circo, donde cualquier malabarismo o payasada es digna de atención, o una conversación insulsa y tonta, donde cualquier opinión es digna de ser atendida, o un escenario donde se despliegan carteles y desplantes. Todo esto, a decir verdad, no es exactamente maquiavelismo (este requiere al menos la virtud intelectual de la astucia), sino que es mero desorden, simple expansión de la subjetividad o de los deseos menores, a veces puramente alimentarios, de la mayor parte de los actores políticos.

Alguna vez los historiadores y los cronistas dirigirán la mirada hacia estos días y les será difícil comprender por qué personas que hasta hace poco parecían reflexivas, hoy guardan silencio por conveniencia o temor, consienten que las instituciones y las reglas se deterioren a vista y paciencia de todos, los espacios públicos se envilezcan y la ciudadanía (especialmente la más pobre) viva presa del miedo.

Es verdad que en el Chile contemporáneo hay una multitud de dificultades, que hay miles y miles de personas agobiadas por la necesidad; que el Gobierno (mostrando uno de los errores intelectuales en que suele incurrir la derecha) diseña las ayudas como si se tratara de las leyes de pobres inglesas del siglo XVII (cuando se creía que las ayudas deterioraban la propensión de la gente a trabajar), y que el Presidente tiene una conciencia desbocada de sí mismo que le impide retroceder frente al muro de la realidad (ignorando que no llegará tan lejos como el talento que creía tener, sino cuanto le permitan sus limitaciones).

Todo eso es cierto.

Pero nada de eso justifica la insensatez de la mayor parte de la clase política, de desatender las reglas y las instituciones, abandonando incluso la hipocresía que aconseja simular respetarlas. Hoy es al revés: el desparpajo frente a las reglas y los procedimientos parece convertirse en una virtud que, gracias al espejismo de las redes y los matinales, convence al político de que con ello se acerca a la ciudadanía.

Todo esto acabará dañando muy severamente la vida cívica, porque las instituciones, los procedimientos y las reglas son, aunque suela olvidarse, las condiciones de posibilidad de la deliberación y del diálogo racional. Sin ellas la racionalidad se evapora. Las reglas no son un límite ni a la libertad ni a la política. La hacen posible. Y sin política de verdad, que supone diálogo, deliberación y acuerdos, ninguno de los problemas que hoy enfrenta la sociedad chilena se resolverá de buena forma. Si incluso la ciencia necesita de una cierta ética para explorar la realidad, ¿no la necesitará la política para dialogar y deliberar acerca de lo que es mejor para la vida colectiva?

El proyecto de encontrar el camino más corto al cielo es tan viejo como la raza humana. Menos frecuente es la capacidad de evitar el abismo.

Por eso hay que alegrarse de que en estos días exista disposición de todas las fuerzas políticas para tomar distancia de sí mismas, evitar la tontería en que hasta ahora han estado envueltas, y del Presidente y de todos para recordar el viejo dicho florentino (que Maquiavelo recuerda en sus Discursos) según el cual la virtud del político se prueba cuando puesto a escoger entre salvar su alma o los bienes de la colectividad a la que pertenece, escoge a estos últimos. (El Mercurio)

Carlos Peña

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