La toma de la catedral

La toma de la catedral

Compartir

El 11 de agosto de 1968, unas doscientas personas, donde también se encontraba un puñado de sacerdotes, cerraron las puertas del principal templo del país y desplegaron un cartel que decía “Por una Iglesia junto al pueblo y su lucha”. Más allá de las consignas o de una época cuya carga ideológica irradió a todos los ámbitos de la vida pública y privada, se le reprochaba a la Iglesia Católica el no entender los signos de su tiempo, de ser inmune a los problemas que aquejaban a la sociedad, haciendo gala de un estilo tan autoritario como indolente.
Puesto en perspectiva, es difícil aquilatar la real profundidad de este evento en relación con la trayectoria de la Iglesia. De hecho, y pese a que constituyó un episodio gravísimo para la época -tanto así, que el propio Cardenal Silva Henríquez suspendió de por vida a los sacerdotes involucrados y además acusó de profanadores a todos aquellos laicos que los acompañaban en la toma-, no fue sino hasta varios años después que se le reconoció a la Iglesia una valiente preferencia por las personas que sufrían; incluso al punto de que muchos sacerdotes arriesgaron y ofrecieron su vida por un profundo amor al prójimo.
Mucho de esa referente institución se fue perdiendo y quedando en el camino. Quién diría que después de que Monseñor Oviedo denunciara la crisis moral de la sociedad chilena, el año 1992, estaríamos ahora asistiendo a la peor crisis moral de la propia Iglesia Católica. En columnas anteriores he intentado reflexionar sobre el momento o la causa por la cual esta institución -o la jerarquía, para ser preciso- renegaron de su tarea pastoral más básica y esencial, para transformarse en unos cómodos e hipócritas guardianes del templo; ese mismo que se dice destruyó un rabioso Jesucristo. Pero parafraseando al propio Zabalita en “Conversación en la Catedral”, poco me importa ya elucubrar sobre cuándo se jodió la Iglesia.
Sólo horas después de que Ezzati se permitiera la obscenidad de sugerir “maledicencia” en aquellos que acusan o sospechan de los jerarcas de esta Iglesia, supimos que él mismo deberá declarar como imputado por un delito de encubrimiento.
Pues bien, ha llegado el momento de la justicia, esa que debe hacerse aunque el cielo se caiga, sin excusas ni justificaciones; para reclamar por la responsabilidad penal y civil de quienes delinquieron y ocultaron, aprovechándose de lo más preciado que puede tener un creyente: que no es otra cosa que su fe y su sentido de trascendencia.Y en cuanto al futuro y refundación de la Iglesia Católica, al cumplirse cincuenta años de aquel acontecimiento que movilizó a sacerdotes y laicos, quizás ha llegado el momento de tomarse nuevamente la Catedral. (La Tercera)

Jorge Navarrete

Dejar una respuesta