La otra mejilla de Boric

La otra mejilla de Boric

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Al visitar a los presos del estallido, Gabriel Boric recibió insultos y amenazas y, al parecer, una bofetada de parte de una de las personas con las que se reunió. Boric, sin embargo, fue comprensivo y dijo:

….sufrimos —relató— una agresión menor, frente a la cual hemos solicitado que no se instaure ningún tipo de sanción, porque lo que se está viviendo al interior de Santiago 1, como en otras cárceles, ya es lo suficientemente grave e injusto…

Por supuesto, no es la primera vez que le ha ocurrido (antes se le agredió en el Parque Forestal), tampoco es original (hace poco Emanuel Macron recibió una bofetada de alguien a quien tendió la mano para saludar), ni afecta solo a la izquierda (Kast alguna vez recibió una suma de patadas), ni es monopolio de los políticos profesionales (un juez constitucional terminó en el suelo a la salida del tribunal) y de ello tampoco están exentos los jueces ordinarios (que, cautelosos, acaban de pedir protección especial).

¿A qué puede deberse que los políticos y jueces deban mirar a los cuatro costados antes de dar un paso, prepararse para una bofetada cuando quieren saludar y cuidarse de decir lo que piensan o fallan si no quieren ser recibidos a patadas en medio de un seminario, encuentro o visita?

Explicar el fenómeno no es fácil; pero las declaraciones de Boric ayudan a encontrar una.

Se trata de lo que pudiera llamarse la falacia de la justicia: la bofetada, el escupitajo, la patada o el insulto no serían reprochables si vienen de quien es tratado injustamente.

Es este un modo de razonar acerca de la conducta propia o ajena que se ha extendido por todos los intersticios de la vida social y cuyo momento cúlmine se produjo los días de octubre (y con la ayuda elocuente, aunque poco ilustrada, de algunas figuras televisivas que mientras transmitían cómo se provocaba un incendio, en vez de condenarlo subrayaban la injusticia que habría conducido a él). Esta falacia consistiría en creer que la injusticia permite todas las demasías. Y entonces castigar a alguien que actuó movido por propósitos de justicia equivaldría a convertirlo en víctima. Así quienes cometieron delitos en octubre ahora son víctimas del Estado y de persecución. Y si se es víctima de algo o de alguien y se ha sido tratado injustamente, entonces resulta correcto, concluye la falacia, que reaccione de cualquier forma. Ser víctima proveería así de una condición distinta a la del resto de los ciudadanos, porque mientras estos últimos deben someterse a las reglas de la ley o de la mínima cortesía, las víctimas están exoneradas de esos deberes. Exigir que los cumplan, o siquiera insinuarlo, equivaldría a una segunda victimización, o incluso, si se insiste, a una tercera. Y es que ser víctima ha llegado a ser una condición vital, un rasgo identitario. La injusticia que se padece (sea verdadera o no, poco importa) instituye al sujeto en una condición total invisible, pero distinta, que se esgrimirá una y otra vez.

Es raro que una sociedad democrática que debe tratar a las personas en razón de los actos que ejecutan o padecen (es lo que tradicionalmente se llamó responsabilidad) de pronto acepte irreflexivamente el surgimiento de ese nuevo estatus.

Uno de los efectos de esa falacia (que al llamar víctima a cualquiera acaba equiparando a quien decidió quemar una iglesia con las verdaderas víctimas que sí merecen reparación, como Fabiola Campillai) es entonces que todos empiezan a buscar en sus interacciones, en su pasado y en su memoria, en este o aquel incidente, en aquella mirada o en ese desdén, en ese tropiezo, en esa burla que se padeció, un motivo para sentirse víctima y de ahí en adelante experimentar una torsión vital que lo convierte en acreedor y a los demás en deudor suyo.

El caso más característico y el más notable es el de quienes con ocasión de la revuelta cometieron graves delitos. En ellos se ha producido (y el incidente que padeció Gabriel Boric lo mostraría) esa inversión que prueba, aunque al revés, las mejores tesis de Nietzsche: en vez de tener la conciencia de haber sido agresores (¿de qué otra forma llamar a quien quemó, golpeó o amenazó?) de pronto han adquirido la de víctimas. La víctima falaz, observó Nietzsche (que no por causalidad influyó tanto en Freud), se caracteriza por crear un sentimiento de culpa en todos los demás.

La falacia es perfecta. De la injusticia que se padece se seguiría la justicia del incendio o la bofetada. La víctima puede abofetear (y hay que poner la otra mejilla) o decir lo que quiera (y hay que evitar refutarla). Eludir su golpe o refutarla sería victimizarla de nuevo. La víctima exonerada de los deberes y de la racionalidad está en curso de convertirse en una nueva condición ciudadana.

Es difícil exagerar cuán torcida moral y políticamente es esa falacia que se está expandiendo irreflexivamente en la sociedad chilena, la idea que todos son víctimas de alguna forma de injusticia y que, por eso, son acreedores de todo y deudores de nada. (El Mercurio)

Carlos Peña

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