La mala fe de Carlos E. Lavín

La mala fe de Carlos E. Lavín

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Carlos Eugenio Lavín -a quien se le imputan variados delitos- calificó de «desubicado» al fiscal Carlos Gajardo por tratarlo con rigor y pedir su prisión.

¿Qué quiso decir con eso?

Estar desubicado consiste, en la jerga de clases de la sociedad chilena, en traspasar o transgredir, casi sin darse cuenta, las reglas no escritas que asignan estatus, modales, prestigio e incluso rutinas de comensalidad a ciertos grupos que presumen tener mayor valor intrínseco que otros. Se «desubica», por ejemplo, el que, traspasando las fronteras invisibles del estatus y de las clases, trata con familiaridad a quien, en virtud de esas fronteras, debe tratar con cautela y con distancia; se desubica quien, sin atender a las reglas no escritas que sostienen la estratificación, trata a quien cree poseer linaje, como un igual, y así. Cuando Carlos Eugenio Lavín acusó de «desubicado» al fiscal Gajardo reveló espontáneamente (espontáneamente, porque basta oírlo para darse cuenta que él no es un hombre reflexivo) el estatus que cree poseer y que, en su opinión, debió inmunizarlo contra la acusación del fiscal de ser él, después de todo, un delincuente, un transgresor de la ley, alguien que a pretexto de la innovación y de la agilidad simplemente se salta las reglas cuando encuentra lo que le parece es una buena razón para hacerlo.

Pero el desubicado -a extremos casi patéticos- es en verdad Carlos Eugenio Lavín.

Porque lo que él no parece advertir es que en la sociedad chilena esas fronteras invisibles, esas reglas no escritas que algunos, entre ellos él, esgrimen para inmunizarse, son cada vez más débiles y ya no obtienen ni aquiescencia ni adhesión de parte de los ciudadanos. El mismo capitalismo que Lavín celebra -y del que él mismo se piensa un fruto notable- es el culpable de haber expandido el consumo y la autonomía, y por esa vía, como alguna vez lo predijo el mismo Marx, haber debilitado, o comenzado a debilitar, las reglas que en las sociedades más tradicionales se cumplían con cautela y con escrúpulo. Hoy día los chilenos, especialmente los más jóvenes, no creen en esas fronteras invisibles e ingrávidas que Carlos Eugenio Lavín, imputado de ser un delincuente, todavía piensa que debieran protegerlo.

Es probable que él piense que se le trata con injusticia. ¿Acaso él y su socio, Carlos Alberto Délano, no hacían todo lo que hoy se les reprocha, por una causa noble, hasta cierto punto altruista? ¿Acaso no se dan cuenta -pensará- que él y su socio, en vez de ser los delincuentes que se pretende, son personas piadosas, filántropos incomprendidos?

Pero todo eso que piensa Carlos Eugenio Lavín -y que brotó en la acusación de «desubicado» que hizo a quien, cumpliendo con su deber, lo perseguía- es pura y simple mala fe. Sartre, en «El ser y la nada» -si Lavín es puesto en prisión preventiva, quizá pueda hacerse un tiempo para leerlo- llama mala fe al acto de rehuir la propia responsabilidad. Actúa de mala fe quien no se reconoce como hijo de sus propias elecciones y no es capaz de asumir lo que hizo o dejó de hacer. Justo el caso de Carlos Eugenio Lavín. Él sabe que transgredió la ley, de eso no cabe duda, pero pretende que así y todo no se le debe hacer ningún reproche público. Y que hacerlo es simplemente algo «desubicado», una exageración, una conducta que transgrede las reglas no escritas que hasta ayer lo protegían y que el fiscal Gajardo ignoró.

«No soy ningún mafioso», dijo Carlos Eugenio Lavín al salir de la audiencia. Lo sintomático de esa negación es que nadie lo había acusado de eso. El fiscal Gajardo, desubicado y todo, ni lo dijo ni lo insinuó. Si Carlos Eugenio Lavín hubiera leído a Freud, especialmente un breve artículo que lleva por título «La negación», habría hecho esfuerzos por no emitir ni esa frase ni otra equivalente y habría gastado energía en controlar su inconsciente. En ese artículo, Freud imagina un paciente angustiado que luego de relatarle el sueño que lo desasosiega, se apresura a decirle:

Me pregunta usted -dice el paciente- quién puede ser esa persona de mi sueño. Mi madre, desde luego, no es.

Y Freud rectifica: «Se trata con toda seguridad de la madre».(El Mercurio)

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