La eutanasia, el Estado y la Iglesia

La eutanasia, el Estado y la Iglesia

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En carta de ayer, uno de sus lectores —el vice gran canciller de la Universidad Católica— malentendió lo que expuse en una columna. Sostuve que permitir o no la eutanasia no tenía que ver con la forma en que se concibe el valor de la vida, ni con los deberes de la profesión médica, ni con la ideología corporativa de las instituciones, sino con los límites de la acción del Estado. Lo que sugerí fue que un significado impuesto mediante la coacción —porque ese es el medio específico del Estado— no era un significado vivido para quien padece un dolor inenarrable. Y por lo mismo, concluí, impedirle a través de la fuerza estatal que huya de ese dolor, excede lo que es razonable.

Comentando ese punto de vista, Tomás Scherz sugiere que quizá el Estado podría tener un papel en evitar la desesperanza que causa el dolor, en vez de admitir que alguien decida concluir sus días para huir de él. Y pone como ejemplo algunas políticas sociales de vivienda o salud.

Temo que el vice gran canciller confunde satisfacer necesidades con la tarea, distinta, de conferir sentido al dolor.

Al Estado le corresponde regular la interacción y proveer, mediante rentas generales, algunos bienes básicos para emprender una vida autónoma. El papel de insuflar esperanza allí donde todo hace pensar que no hay ninguna (el desesperar, el apagarse del horizonte vital es una experiencia que no se relaciona estrictamente con necesidades insatisfechas) es algo que le corresponde de manera insustituible a la religión, entre otras a la Iglesia Católica. La principal enseñanza de esta última —que se renueva año a año con el recuerdo de la cruz y el misterio de Dios hecho hombre— es que, contra todas las apariencias, el sufrimiento tiene un sentido. Y en divulgar esa enseñanza y lograr que sea significativa para las personas el Estado no puede sustituirla.

Quizá el empeño de la Iglesia por acompasarse a los tiempos —enfatizando la ayuda social o sociopolítica y ahora sumándose a las demandas hacia el Estado— ha contribuido a que abandone ese papel insustituible que le cabe a la religión en todas las culturas. Solo es de desear que no llegue al extremo de concebir al Estado como un equivalente funcional de su propia tarea. (El Mercurio-Cartas)

Carlos Peña

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