La cuestión del liderazgo político

La cuestión del liderazgo político

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Desde hace varios meses, digamos desde octubre pasado o incluso antes, Chile vive un persistente clima de desprestigio de la política y los políticos. Progresivamente aquella y éstos son percibidos como una actividad y un estamento parásitos. Son tratados como objeto de escarnio, rentistas de la función pública.

Contribuyen a este clima adverso, ante todo, los propios políticos, descalificándose con saña unos a otros. Parecen decididos a fagocitarse; empeñados en destruirse mutuamente y cada día más alejados de la sociedad que están llamados a gobernar.

Los demás actores están igualmente predispuestos contra la “clase política”. Intelectuales y académicos denuncian su baja densidad cognitiva; los empresarios, su escasa o nula productividad; los jóvenes, su vetustez y anticuadas visiones y prácticas; los moralistas, sus conductas en interés propio y frivolidad; los periodistas, su oportunismo y vanidad; las mujeres, su machismo; los aristócratas, su arribismo mesocrático; los artistas, su deplorable ramplonería y mal gusto; los militares, su falta de coraje y ambigüedad; los rebeldes y cultores de la onda destituyente, su subordinación funcional al sistema; la opinión pública encuestada, su elitismo y conductas acaparadoras del poder.

Es evidente que esas acusaciones exageran y denuncian aspectos de por sí ambiguos y a veces negativos de la política y los políticos. Por su propia naturaleza, ambos —función y agentes— se desenvuelven a la sombra de Maquiavelo. Y, como dice él, el fin de la política es la conquista y mantención del poder y el político debe estar dispuesto tanto a hacer el bien como el mal, según dicten las circunstancias y la fortuna. Castigar esta ambigüedad que hoy llamaríamos “estructural” —el pacto del político con el demonio, según la metáfora usada por Max Weber— es negarse a entender la política y condenarla en nombre de una visión edulcorada del poder.

II

Cuando las sociedades democráticas arriban al estadio de repudio universal de la política y sus actores profesionales, con los propios políticos empujando alegremente la carroza que los lleva al cementerio, como sucede en Chile, es señal de que nos encontramos próximos al abismo. Pues nada hay más esencial para la democracia que una vigorosa esfera política donde compitan políticos —e ideas, ideologías, partidos, propuestas y proyectos— capaces de dotar a la sociedad de un orden y de conducirla hacia el interés general, aunque sea inspirada por Maquiavelo y Max Weber.

Por el contrario, cuando la política colapsa, y se hunden los políticos que nos deben representar y gobernar, no solo gana el demonio, sino que rápidamente aflora la guerra de todos contra todos. De ahí en adelante la única opción es el desnudo dominio de la fuerza o el gobierno de los “hombres fuertes”. Efectivamente, la desinstitucionalización de la política desemboca inevitablemente en desintegración de la sociedad, pronunciamientos militares, caudillos, autoritarismo fascista o dictadura ideológica. Es Weimer y lo que viene después.

Naturalmente, las causas del derrumbe de la política democrática son muchas, variadas y habitualmente se combinan entre sí. Por ejemplo: oligarquización de los partidos, corrupción de las instituciones, decaimiento de la deliberación pública, estrechamiento o anulación de los canales de participación, fraude del voto, exclusiones masivas, completa degradación de la comunicación política (como ocurre hoy en las redes sociales), impermeabilidad de los grupos dominantes, crisis económicas con masiva destrucción de empleos —por la que estamos atravesando—, pérdida de autoridad del Estado y las tecno-burocracias, progresivo debilitamiento del pluralismo de ideas e imposición de modos de corrección ideológica que limitan la expresión.

III

Un factor contribuyente adicional, y a veces detonante, aunque menos mencionado, puede ser el decaimiento del liderazgo político, tal como observamos diariamente en Chile.

Podría pensarse que así como la tradición filosófica distingue tipos de orden político —por ejemplo, monarquía, aristocracia y democracia, según si gobierna uno, unos pocos o muchos, pero siempre en función del bien común— y sus correspondientes formas degeneradas —tiranía, oligarquía y demagogia, respectivamente—, de igual manera hay tipos de liderazgo político y sus correspondientes formas degradadas. Nuestra hipótesis es que estas últimas predominan entre nosotros.

¿Qué tipos ideales de liderazgo podrían identificarse a partir de la literatura sociológica clásica? Sin entrar en profundidades, es posible derivar tipos de liderazgo correspondientes a las tres formas de autoridad legítima enunciadas por Weber: racional-legal, tradicional y carismática.

El liderazgo racional-legal busca conducir los asuntos públicos de acuerdo con las normas institucionales y técnicas establecidas, pudiendo ser predominantemente político o tecnocrático, o combinarse de múltiples maneras. En su vertiente política, a nivel local, este tipo de liderazgo lo ejerció nítidamente Patricio Aylwin, mientras la vertiente tecnocrática se halla encarnada por Edgardo Boeninguer. Una combinación de ambos estilos de liderazgo podría encontrarse en Ricardo Lagos.

El liderazgo tradicional es aquel que se funda en las costumbres y convenciones del pasado y apela al valor de ellas para ejercer el mando, como en nuestro país han hecho políticos conservadores de derecha —Jorge Alessandri viene a la memoria— y hacen también algunos políticos de izquierda, cuya legitimidad proviene de la historia y cultura de su partido como ocurrió con el ex presidente Allende.

Por último, el liderazgo carismático se funda en características personales consideradas extraordinarias —heroicas, de entrega, de inspiración o contacto con una visión trascendente— que transmiten una especial energía y generan devoción hacia el líder. Dícese que Arturo Alessandri Palma poseía un aura de este tipo y proyectaba su carisma en medio de las muchedumbres (“mi querida chusma”).

IV

Postulamos que a estos tres tipos ideales de liderazgos positivos —legitimados por distintas vías— se corresponden en nuestros días una serie de liderazgos degradados.

El liderazgo institucional, de tipo racional-formal, da lugar a degeneraciones anti liberales como la de Viktor Orbán y su partido Fidesz en Hungría y de Jarosław Kaczyński y su partido PiS en Polonia. Respecto de ambos, la literatura académica postula que estamos ante liderazgos propios de “democracias cesaristas”. Éstas se basan en el patronazgo político, la captura del Estado, una política identitaria (amigo/enemigo) y el control de la política por líderes que otorgan carácter plebiscitario a las elecciones, desdeñan al congreso y no toleran poderes autónomos. América Latina exhibe varios candidatos al cesarismo. Y Trump, en EE.UU., parece ir en la misma dirección.

A su turno, la degeneración del liderazgo tradicional da lugar a fórmulas dinásticas de gobierno, donde el gobernante actual recurre intensamente a figuras de antepasados, a símbolos de continuidad ideológica o política, a nombres y doctrinas consagradas, al culto a la personalidad e invocación de héroes (del Estado o el partido), como ocurre —casi al grado de una caricatura— en el caso de la República Popular de Corea y en la pretendida continuidad del Partido Comunista de China desde Mao Zedong hasta Xi Jinping.

Por último, el liderazgo carismático, que en su expresión positiva sirve a veces  para renovar o desburocratizar la política democrática —como pudo haber sucedido en Chile con la elección de la primera presidenta mujer, o con Obama en EE.UU.— posee también derivas anti democráticas, de carácter populista sobre todo, que abundan en América Latina. Este liderazgo puede enfilarse hacia la derecha o la izquierda; piénsese en Fujimori por un lado y, por el otro, en Chávez, ambos con tendecias, además, hacia un populismo cesarista.

V

Sostenemos que en Chile la política y los políticos están debilitados al extremo y que esto se debe en parte —seguramente significativa— a la degradación del liderazgo político. En particular, a la ausencia de liderazgos y líderes institucionales o formal-racionales, condición de gobernabilidad democrática y de un régimen eficaz.

Efectivamente, hoy existe entre nosotros una percepción generalizada de que falta liderazgo político en el vértice del Estado: presidencia de la República, Congreso Nacional, Poder Judicial, Tribunal Constitucional. Faltan asimismo liderazgos tecnocráticos en el gobierno y la oposición, a pesar del rol desempeñado por el ministro de Hacienda en medio de la crisis y, en la oposición, por un grupo de economistas transversalmente respetados, además del presidente del Banco Central. La sucesiva rotación de ministros en el gabinete político de La Moneda es un reflejo más de esta  búsqueda para establecer un liderazgo gubernamental. Está por verse si la más reciente fórmula, de hace menos de 24 horas, produce algún cambio significativo o sirve solamente para prolongar aquel déficit.

Igualmente, se halla ausente, a lo largo y ancho de nuestro espacio político, una fuente de liderazgo tradicional. En la derecha, puesto que las tradiciones políticas del sector fueron abandonadas desde los días de la dictadura en beneficio de un economicismo estrecho y una herencia vergonzante (la de los “cómplices pasivos”). En la centro izquierda, puesto que los propios dirigentes de este sector —al cual adscribo— se dedicaron a destruir su mejor tradición, legada por los gobiernos de la Concertación, al mismo tiempo que las ideas socialdemócratas y socialcristianas entraban globalmente en crisis y revisión. En la izquierda autoproclamada radical, pues la tradición comunista pesa allí como albatroz  al cuello —dictaduras, a fin de cuentas— y lo que subsiste como comunismo son capitalismos de Estado monopartidistas autoritarios exitosos (China, Vietnam) o bien capitalismos artesano-socialistas fracasados (Venezuela, Nicaragua). De allí que las nuevas agrupaciones de izquierda alternativa —estilo Frente Amplio— prefieran renunciar a cualquier elemento de liderazgo tradicional, apareciendo muchas veces leves e insustanciales.

Por último, los liderazgos carismáticos—capaces en ocasiones de renovar la política— tienden contemporáneamente a degenerar derivando hacia diferentes formas de populismo. En América Latina éste suelen encarnarse en “hombres fuertes” (militares o no) que movilizan al pueblo contra las élites, a los saberes populares contra los expertos y, según la orientación ideológica del líder carismático, al Estado contra los mercados o, viceversa, a los mercados contra el Estado, mientras buscan, al mismo tiempo, controlar al Congreso, los medios de comunicación y las instancias autónomas de la esfera pública y la sociedad civil.

Ante el descrédito de la política y los políticos, y en ausencia de liderazgos y líderes en condiciones de refundar un pacto democrático, el riesgo inminente en Chile es que termine imponiéndose, precisamente, una ola de liderazgo carismático populista, con algún tipo de soporte ideológico, que a la vez debilite —todavía más— el liderazgo de tipo institucional y termine por sepultar los últimos vestigios de liderazgo basado en tradiciones que retienen vitalidad. (El Líbero)

José Joaquín Brunner

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