Las acusaciones de intervencionismo electoral han proliferado en los últimos días. Más aún desde que el gobierno se entusiasmó, recuperó la confianza y sus funcionarios y operadores se dieron cuenta de que, si trabajaban unidos, quizás hasta podrían mantener la pega por otros cuatro años. Es más, ante la opinión pública no queda claro si en el comando de Alejandro Guillier se cambió la vocería de una chica comunista por otra, o si se delegó cien por ciento esta tarea en la ministra vocera de gobierno, Paula Narváez, a quien podemos ver respondiendo todas y cada una de las declaraciones (actos u omisiones) del candidato de oposición.
Que una alta funcionaria de gobierno use su tiempo, energía y tribuna para atacar al candidato opositor es tan cuestionable como que los ministros hagan campaña en su horario de trabajo (prohibido expresamente por la Contraloría General de la República). Pero más grave aún es que se use el proceso legislativo como herramienta de campaña. Ejemplos hay bastantes. Desde la reforma laboral de 1999, que posiblemente definió la elección Lagos–Lavín, hasta la presentación en tiempos de campaña de proyectos populistas, demagogos o que simplemente dividen e incomodan a la oposición (como todos los denominados “valóricos”).
Es por esto que debiese ponerse coto a esta práctica y, de alguna forma, limitar la iniciativa parlamentaria durante un plazo establecido antes de las elecciones presidenciales. De ahí, por ejemplo, que exista la prohibición de realizar plebiscitos comunales desde un año antes de las elecciones municipales: para evitar que sean usados como herramientas de influencia electoral.
Lo anterior se ve agravado por el hecho de que el gobierno en ejercicio sabe 112 días antes del término de su mandato cuál será la nueva composición del Congreso para el período siguiente. Por ende, sabiendo o no quién será su sucesor (dependiendo de si hay o no segunda vuelta), tiene todo ese tiempo para poner urgencia y tramitar en forma express todos aquellos proyectos que eventualmente no contarán con las mayorías necesarias en el período legislativo siguiente.
Así, en casos como el actual, en que la coalición gobernante cuenta con prácticamente todas las mayorías necesarias para la aprobación de proyectos sin necesidad de negociar con la oposición, y a sabiendas de que con el nuevo Congreso eso no será posible, se viene un tsunami de tramitaciones apresuradas.
Por otra parte, el gobierno cuenta con al menos 84 días (y hasta 112, si no hay balotaje) para asegurar a sus funcionarios (y operadores) en puestos que los protejan de ser despedidos por la siguiente administración. Durante ese tiempo se concursan plantas, se establecen contratas y se designan directivos a través de la Alta Dirección Pública. Lo hacen con tanta energía y entusiasmo, con tanta eficiencia y eficacia, que nos encantaría haber visto ese mismo ímpetu durante los últimos tres años y medio en todo aquello que significa una mejora real para la calidad de vida de las personas.
Finalmente, hemos tenido la experiencia de presenciar cómo durante años electorales se reabren polémicas causas judiciales de derechos humanos, se formalizan y reformalizan imputados, y hasta se exhuman y vuelven a exhumar cuerpos de líderes políticos y/o culturales fallecidos hace décadas. Quizás han sido afortunadas coincidencias (para algunos, desafortunadas para otros) las que han permitido volver a poner temas polémicos en la agenda. Sin embargo, para que los malpensados no tengamos razones de sospechar, sería recomendable poner algún límite en este sentido.
En definitiva, dentro de los desafíos del próximo gobierno queda desarrollar una o más herramientas que permitan el fortalecimiento de la democracia, impidiendo todo atisbo de intervencionismo electoral por parte de cualquiera de los tres poderes del Estado, aprovechando en la pasada de modernizarnos y de acortar significativamente el tiempo que transcurre entre las elecciones y la toma de posesión de las nuevas autoridades. (El Líbero)
Carol Bown, abogado