Hitler y Llaitul

Hitler y Llaitul

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Ahora que don Gabriel parece haber reaccionado en contra de la violencia, es bueno saber cómo combatirla. Una de las lecciones más claras, pero menos aprendidas de la Segunda Guerra Mundial (WWII) es cómo enfrentarla.

El ser humano es sustancialmente el mismo desde la noche de los tiempos. Existen buenas y malas personas y, por supuesto, la mayoría es alternativamente buena o mala dependiendo de las circunstancias. En la Segunda Guerra Mundial floreció una camada de tipos malos y violentos como Stalin, Mussolini o Mao Tse-Tung. Acá trataremos el caso del más famoso de todos, Adolf Hitler.

Ya de joven Adolf formó un movimiento partidario de la violencia como método de acción política. Despreciaban el liberalismo, la democracia y el capitalismo; funaban al prójimo, hacían bailar a la fuerza; y sostenían que el pueblo alemán había sido abusado por los aliados vencedores (como nuestra ultraizquierda para que se entienda). Adolf manifestaba una atracción por la violencia, que incluso la expuso públicamente en su libro “Mi lucha”. Al libro no le puso “mi sueño” o “mi esperanza”, sino que dejó claro que para él la política era una guerra. En ese libro —que escribió en la cárcel— explicó con lujo de detalles lo que sería su ruta política futura.

Cuando Adolf se toma el poder, rearma Alemania, destruye su democracia y empieza a matonear en el barrio a todos sus vecinos. Inglaterra y Francia reaccionaron con la política del “Apaciguamiento”. Que es la primera reacción que tienen las democracias frente a la violencia: escucharon y empatizaron con sus demandas, especialmente que había una deuda histórica (que se llaman así porque los acreedores y deudores ya no están con nosotros o porque nunca fueron deudas), y cedieron, pensando que cediendo iban a calmar a un matón, que en realidad interpretaba toda concesión como debilidad (cualquier similitud con La Araucanía es mera coincidencia). Churchill resumió esta política como la de alimentar un cocodrilo en la esperanza de que a uno lo coman último.

EE.UU. reaccionó frente a Hitler de la forma que lo hacía en esa época: “aislándose”. La política del “aislacionismo” consistía en ignorar el problema, como si así no fuera a afectarlo o fuera a desaparecer solo (toda similitud con la élite santiaguina es coincidencia). Hubiera bastado una palabra de EE.UU. dando garantías a Francia o Polonia, para que la WWII no hubiera existido; sin embargo, prefirieron desentenderse.

El dictador Stalin decidió calmar a Adolf mediante la política de la “Colaboración” (como hace la DC con el PC), que no era otra cosa que aliarse con él, invadir juntos y repartirse el botín (Polonia y los países bálticos) y abastecer a Hitler de materias primas para que atacara al resto. Así, el día en que Adolf traiciona a Stalin y ataca Rusia, mientras los tanques alemanes invadían hacia el Este, los trenes rusos cargados de trigo y petróleo venían hacia el Oeste.

Quien la tenía clara era sir Winston, que exigía armarse para disuadir, reaccionar con una fuerza abrumadora cuando el enemigo es chico y “jamás negociar con un tigre mientras tiene tu cabeza en su boca”. Churchill nos enseñó que la violencia no se disuade cediendo, colaborando o aislándose de ella, sino que enfrentándola sin temor y mirándola a los ojos.

Hitler, una vez fortalecido, los traicionó a todos y fueron necesarios 60 millones de muertos para restablecer la paz. Esto pudo evitarse interviniendo a tiempo. En democracia la violencia es inaceptable; y debe aislarse y denunciarse a los que son ambiguos frente a ella y perseguir a los que toman las armas. Además, se debe contar con un Poder Judicial independiente y profesional que aplique la ley y no empatice con problemas políticos.

Y lo más importante: las democracias deben tener una fuerza policial, controlada y empoderada por los civiles; armada hasta los dientes y dispuesta a intervenir en forma abrumadora cada vez que sea requerida. Eso disuade la violencia y permite que la paz, el diálogo y el comercio florezcan y que la política haga su trabajo de canalizar y atender las demandas sociales, las “deudas históricas” y proteger las libertades personales. (El Mercurio)

Gerardo Varela

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